Como
todos los años por estas fechas asistimos a la finalización de un nuevo curso
escolar, pero éste tiene para mí un significado especial, es mi último curso
escolar. El tiempo va pasando y, casi sin darme cuenta, me llega la hora de la
jubilación. Con casi cuarenta años de servicios, aunque algunos de ellos
excedente para dedicarlos a la política, estoy satisfecho de haber dedicado mi
vida profesional a dos de las tareas más apasionantes por su incidencia en el
futuro de nuestra sociedad que, obviamente, ha cambiado mucho. Pero también
estoy frustrado por la progresiva devaluación social que maestros y políticos
han sufrido progresivamente. Es obvio que algo hemos hecho mal y lo seguimos
haciendo, pues estamos a la cola en resultados escolares y los políticos están
cada vez más desprestigiados según todas las encuestas. Desde mi experiencia
personal en ambos terrenos he manifestado públicamente mi opinión al respecto
en varias decenas de artículos, colgados en mi blog o publicados en algunos
medios, que, escritos ante algún hecho puntual destacable, en definitiva, no
eran la excepción, sino la evidencia de lo que cotidianamente sucede. Bien lo
sabemos quienes trabajamos en esto. Está claro que las dos tareas que han
ocupado gran parte de mi vida son manifiestamente mejorables y asumo la parte
alícuota que me corresponda.
Como
todos los años, tras las evaluaciones finales de curso, hemos constatado el
alto índice de fracaso escolar, que intentamos amortiguar siendo benevolentes
con aquellos alumnos que, sin conseguir los objetivos mínimos, al menos han
mostrado cierto interés y están cerca de lograrlos. Hemos identificado las
causas crónicas del fracaso (absentismo, desmotivación, desarraigo familiar,
ausencia de medidas disciplinarias…), mayoritariamente inimputables al trabajo
en el centro educativo, para comprobar su identidad con las de cursos
precedentes. Como todos los años, aunque en éste yo quede liberado para
siempre, mis compañeros intentarán preparar el nuevo curso con sus mejores
intenciones, apostando por nuevos agrupamientos, nuevas medidas de atención
educativa y de acción tutorial, nueva distribución de aulas, nuevos materiales
y técnicas educativas… y otros tantos asuntos que, como siempre, tendrán una
incidencia mínima en el resultado del siguiente curso, generando una nueva
frustración, pues, siendo importantes dichas medidas, lo que falla es el propio
sistema educativo, teóricamente aceptable pero prácticamente inviable, al menos,
en su tramo obligatorio, especialmente en la secundaria. Si el Estado es
incapaz de garantizar la asistencia regular a clase de los alumnos, el alto
índice de absentismo así lo demuestra, hablar de obligatoriedad del sistema es
una broma de mal gusto. Si es incapaz de garantizar la implicación de las
familias, responsables directas de la educación de sus hijos ¿qué sucede con
aquellas que no quieren o no pueden hacerlo? Absolutamente nada. Tienen su
puesto escolar reservado para no ocuparlo o hacerlo cuando y como les venga en
gana, generando una distorsión en el proceso educativo que conduce a la
mediocridad inevitablemente.
En
este caótico laberinto de derechos teóricos sin recíprocas obligaciones los
centros educativos se convierten en guarderías de niños y adolescentes,
vigilados por profesores que, despojados de autoridad para imponer medidas
disciplinarias, a duras penas mantienen las mínimas pautas de convivencia que
le permitan desarrollar su verdadero trabajo educativo con aquellos alumnos,
cada vez menos, que, en ambiente tan hostil, se esfuerzan para educarse. Raras
avis que no merecen que los recursos, siempre escasos, se destinen
mayoritariamente a quienes entorpecen su trabajo de aprendizaje condenándoles a
un fracaso sistemático. Lo lógico sería hacer todo lo contrario. El Estado debe
garantizar el derecho a la educación de todos, para que nadie quede excluido
por razones socioeconómicas, habilitando los recursos necesarios. Pero, si
además pretende convertirlo en una obligación universal, debe incluir medidas
eficaces para imponérselo a quienes no quieran ejercer tal derecho o pasen de
él. Es hipócrita obligar a que todos los menores se matriculen y concluir que
con dicho trámite ya se están educando, convirtiendo la obligatoriedad en una
pantomima, pues, en la práctica, una vez matriculados, el Estado carece de
instrumentos para obligar a los padres a una implicación permanente en la
educación de sus hijos. Los centros quedan como compartimentos estancos que
reproducen la realidad social, cuando debieran ser correctores de las conductas
perniciosas que se dan en ella con el objetivo de mejorarla en el futuro.
Quienes tenemos la experiencia docente de sólo tiza y pizarra con las aulas a
reventar de alumnos, cuando la educación ni siquiera era obligatoria pero sí un
valor en alza, sabemos que sin esfuerzo, ni disciplina, ni autoridad, es
imposible obtener resultados globales satisfactorios, pues, lamentablemente, no
todos somos buenos y benéficos. Despojados los docentes de medios para imponer
dichos valores, no se les exige un trabajo, sino un milagro. Es en lo que
estamos. Bueno, yo, ya no, pero como si lo estuviera. Aunque sea imposible,
vale la pena intentarlo.
Fdo. Jorge
Cremades Sena
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