Se
cumplen treinta años del histórico triunfo del PSOE por mayoría absoluta en las
elecciones generales celebradas el 28 de octubre de 1982, que supusieron un
antes y un después en nuestra historia reciente, pues finiquitaba la transición
democrática al consolidar, con un posterior traspaso de poderes ejemplar, la
alternancia política y, por tanto, la democracia en España que acababa de
nacer. El PSOE, con Felipe González a la cabeza, obtenía 202 diputados, la
mayoría más cómoda obtenida hasta hoy por cualquier otra formación política, e
iniciaba un proceso de transformación social, política y económica en España
sin precedentes. En tiempos tan difíciles el pueblo español apostó de forma
contundente por aquel sugerente eslogan socialista de campaña electoral, “Por
el cambio”, que sintetizaba la esperanza de la inmensa mayoría de ciudadanos
por acabar definitivamente con la España negra del franquismo que todavía presentaba
un color gris oscuro, invitando a la desesperanza, a pesar de los esfuerzos por
evitarlo del líder de la transición Adolfo Suárez y de la mayoría de líderes
políticos. La UCD, coalición mayoritaria gubernamental hasta el momento, había
saltado por los aires el año anterior al extremo de que ni siquiera dejó acabar
la primera legislatura democrática como Presidente del Gobierno a Adolfo
Suárez, sustituyéndole por Calvo Sotelo. Y, para colmo, en plena sesión de
investidura del nuevo presidente, un grupo de militares, pistola y fusil en
mano, tomaba el Congreso de los Diputados, impidiendo la investidura con la
pretensión de acabar una vez más con la libertad del pueblo español y haciendo
realidad los rumores de “ruido de sables” en los cuarteles que, desde los
inicios del cambio político tras la muerte de Franco, se extendía por todos los
corrillos. Era el esperpéntico, patético y, felizmente frustrado, golpe de
estado del 23F.
Triunfo histórico no sólo para el PSOE, sino también para el pueblo español
que, ante las incertidumbres y dificultades de las opciones de centro-derecha,
decidió conceder un inmenso poder al único partido político que podía sacarnos
del atasco. Y así fue. Se inició un tremendo esfuerzo para convertir España en
un país normal, libre y democrático, como el resto de países civilizados del
mundo. Quienes tuvimos el gran honor, como diputados o senadores, de formar
parte de las Cortes Generales en aquella legislatura jamás olvidaremos la
eclosión de alegría de tanta y tanta gente que se nos acercaba para
felicitarnos y felicitarse, haciéndonos sentir la inmensa responsabilidad que
asumíamos ante ellos. La situación no era halagüeña, casi todo estaba por
hacer. La izquierda volvía al Gobierno de España tras 46 años y, a diferencia
de entonces, lo hacía aglutinada en un partido sólido, renovado y con vocación
de moderación y no de revanchismo, frente a una derecha que, con amplia
experiencia de gobierno durante la dictadura, había fracasado en su intento de
aglutinar en un proyecto sólido de consolidación democrática a sectores
antagónicos, desde socialdemócratas a sectores con escasas convicciones
democráticas.
Triunfo histórico que, revalidado en las dos siguientes legislaturas con
mayoría absoluta más otra con mayoría relativa, permitió afrontar los cambios
necesarios (algunos complicados, otros dolorosos) para alejar definitivamente
los fantasmas del pasado y transformar el país en casi todos los campos. Un esfuerzo
titánico de consolidación de la hegemonía del poder civil (reforma militar,
lucha antiterrorista…), de desarrollo del
Estado del Bienestar (generalizar pensiones con las no contributivas, universalizar
la sanidad, ampliar la protección por desempleo, iniciar políticas de igualdad,
reforzar la educación con más becas, con la LODE, LOGSE, LRU…), de creación de
infraestructuras (plan de autovías, AVE...), de superación del aislamiento
internacional (integración en la CEE –hoy UE-, OTAN, lazos con Iberoamérica y
El Magreb…), de impulso al modelo de Estado Autonómico (aprobación de
estatutos…), de saneamiento de la economía (reconversión industrial, regulación
agrícola…) y de tantas otras reformas que supusieron una modernización y un
prestigio de España sin precedentes. La democracia quedaba asegurada y, como en
otros muchos países, con un marcado bipartidismo entre un centro-izquierda y un
centro-derecha -consolidado en estos años- sumando ambos más del 90% de apoyos.
En estas circunstancias la nueva alternancia se produce en 1996 cuando el PP de
Aznar gana las elecciones. Todo normal si sólo la lógica erosión de gobernar
hubiese sido la causa. Pero lamentablemente iba acompañada de otros fenómenos,
entre ellos la corrupción (instalada desde entonces en unos y otros) que tiraba
por tierra la máxima de González: “los socialista podemos meter la pata, pero
no la mano”.
Después de treinta años de aquel histórico triunfo estamos obligados todos,
pero especialmente los socialistas, a hacer una reflexión profunda que explique
por qué tanto entusiasmo y esperanza se ha tornado en tanto desinterés y
desesperación, y por qué los nacionalistas, hoy independentistas, lo aprovechan
para alentar un nuevo entusiasmo sólo en sus territorios pero sobre bases
antidemocráticas. Cobra vigencia el eslogan del treintañero triunfo del PSOE y,
de nuevo, para alejar las amenazas que acechan a la democracia, la paz y la
libertad. ¿Es qué no hemos aprendido nada? ¿Es que no hemos enseñado nada los
de entonces a nuestros hijos? Está claro, estamos fallando estrepitosamente.
Fdo. Jorge Cremades Sena
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