El
Estado de Derecho –surgido por oposición al Estado Absolutista, en el que el
rey está por encima de los demás y puede mandar sin ningún contrapeso de poder-
está compuesto, como su nombre indica, por un Estado –forma de organización política-
y un Derecho –conjunto de normas que rigen el funcionamiento de una sociedad-
que limita precisamente el poder estatal, el cual, a diferencia del anterior,
emana del pueblo, quien elige a sus representantes para gobernarlo. En
definitiva, y sin mayor disquisición al respecto, el Estado de Derecho deviene
en sinónimo de Imperio de la Ley, ya que ésta debe prevalecer sobre cualquier
principio gubernativo y todos, absolutamente todos, están sujetos a ella,
especialmente el gobierno, sus funcionarios y demás cargos institucionales. Es
mal asunto pues que algunos de éstos manifiesten que actúan por “imperativo
legal”, que es una obviedad innecesaria, y, por tanto, lo que realmente
significa es una actitud antidemocrática en toda regla. Es lo que viene sucediendo
en España desde que, al final de los ochenta, los candidatos electos de Herri
Batasuna se inventaron dicha fórmula para justificar el requisito de promesa o
juramento de acatamiento a la Constitución –de la que renegaban- con el único
objetivo de obtener la condición de diputado, y, ante la negativa del
presidente del Congreso Félix Pons, obtuvieron del Tribunal Constitucional un
fallo favorable. Se daba vía libre para convertir el contrato democrático de
adhesión constitucional –incluso para quienes, como parlamentarios, pretendan
modificarla con los requisitos establecidos al respecto- en un trámite expreso
de desacuerdo constitucional con apariencia de acuerdo, válido para obtener una
legitimidad institucional que, según ellos, conseguida desde la imposición y no
desde la convicción, justifique sus posteriores actitudes antidemocráticas.
Convertido
el acatamiento a la Constitución en una farsa, se han ido sumando a ella una
serie de formaciones políticas (Esquerra Republicana, Eusko Alkartasuna, PNV,
Nafarroa Bai, BNG, IU, Amaiur, Geroa Bai, ICV-EUiA…) al extremo de convertir la
última sesión constitutiva del Congreso en un espectáculo variopinto de
propaganda política, una especie de prolongación de la campaña electoral, ya finalizada,
añadiendo al “imperativo legal” las coletillas más llamativas del proyecto
político de cada uno. Y es que, como manifiesta el republicano Joan Tardá, “Se
ha perdido el miedo a decir las verdades. Basta de falsedades e hipocresías”.
Eso, una manifiesta hipocresía política, pues el acatamiento constitucional ni
pretende callar a nadie, ni impedir ningún proyecto político, sino garantizar
que para conseguirlo se ha de actuar en todo momento dentro del marco legal constituido.
Ese es el compromiso del acatamiento, sin fisuras ni matices, que se debe
exigir a quienes, libremente, deciden participar en las instituciones del
Estado de Derecho. La falsedad y la hipocresía es aprovechar el marco de
libertades democráticas para, desde sus instituciones, intentar destruirlo. Por
ello no se entiende bien que Durán i Lleida considere tan pintoresco
acatamiento como un reflejo normal del pluralismo político, ni que Rubalcaba lo
vea como una simple llamada de atención para los medios de comunicación, ni que
el propio presidente del Congreso, el señor Posada, deje pasar las coletillas
al considerar que lo básico, es decir, el acatamiento, se ha cumplido. Interpretaciones
benévolas que se contradicen con las actuaciones concretas protagonizadas
después en otras instituciones, incluidas las de función ejecutiva que obligan
no sólo a cumplir la legalidad sino también a hacerla cumplir a los demás.
Basta recordar, a título de inventario, las que protagonizaron el gobierno
tripartito en Cataluña, el gobierno vasco de Ibarretxe, el gobierno balear de
coalición PSOE-Bloc-Unió Mallorquina…, amén de la de tantos y tantos gobiernos
locales vascos y catalanes, que, asumiendo competencias que no tienen,
desacatan la normativa vigente con actitudes y actuaciones claramente antidemocráticas.
Este desafío intolerable al Estado de Derecho, que por higiene democrática
debiera ser erradicado de forma contundente, hace cada vez más difícil la
gobernabilidad de los españoles en sus diferentes territorios. Andalucía es el
último caso. Mientras Griñán anuncia un gobierno alegre PSOE-IU, que cumplirá
las leyes, su flamante socio y vicepresidente, Valderas, apela al “imperativo
legal” para acatar la política de recortes aunque no en su totalidad ni en la
aplicación a todos los andaluces, ya que, al parecer, de los efectos de la
reforma laboral han de quedar exentos los empleados públicos de la Junta de
Andalucía, especialmente los de las empresas y entes públicos pendientes de
consolidar su puesto de trabajo. Es decir, de aquellos que, a dedo, han entrado
en la administración autónoma por la puerta falsa. Entretanto, el camarada de
Valderas, Sánchez Gordillo, que no ha apoyado la investidura de Griñán por el
asunto de los EREs -tan esgrimido en campaña electoral por IU-, ocupa una finca
que la Junta había expropiado con anterioridad. Lo que nadie aclara es si,
aunque sea por “imperativo legal”, se van a esforzar en cumplir el objetivo del
déficit, que en Andalucía supone unos recortes de gasto de casi 3.000 millones
de euros, en una situación de paro que supera el 30%, la tasa más alta de toda
Europa. El gobierno alegre de Griñán, lamentablemente, sólo puede generar
tristeza.
Fdo.
Jorge Cremades Sena
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