La
frivolidad con la que algunos definen el derecho de autodeterminación o libre
determinación como el “sancta sanctorum” de la democracia exige situarlo en sus
justos términos para evitar, precisamente, que se convierta en un peligroso
virus antidemocrático. No en vano ha sido reivindicado no sólo por el
liberalismo, el nacionalismo o la socialdemocracia, sino también por el
marxismo-leninismo o el nazismo, doctrinas totalitarias, que nada tienen que
ver con las actuales democracias representativas. Como concepto político, que
no filosófico, consiste en el derecho de un pueblo a decidir sus propias formas
de gobierno, a perseguir su desarrollo económico, social y cultural, y a
estructurarse libremente, sin injerencias externas y conforme al principio de
igualdad. Su origen se remonta a hitos históricos que alumbraron la Edad Contemporánea
-Declaración de Independencia de EEUU, Revolución Francesa y Guerra de
Independencia Hispanoamericana-, se consolida a lo largo del XIX en paralelo a
la idea de “nación” y se generaliza en el XX gracias al proceso de
descolonización, generando un amplio debate en la comunidad internacional hasta
nuestros días, justo para evitar las sangrientas consecuencias derivadas de su
abuso e indefinición legal. Si la Sociedad de Naciones -la primera liga de
naciones, creada tras la Primera Guerra Mundial-, aun reconociendo su
importancia, no concedió carta de naturaleza a la autodeterminación, como regla
positiva en el Derecho Internacional, la ONU –creada tras la Segunda Guerra
Mundial- sí reconoce el principio de “libre determinación de los pueblos” junto
al de “igualdad de derechos” como base del nuevo orden internacional. Y es
justo este reconocimiento lo que justifica y exige su desarrollo posterior a
través de varias resoluciones, para que la autodeterminación se ejerza en el
marco de una legalidad internacional, que, en el fondo, sólo pretende poner en
valor y en equilibrio la diversidad de intereses en juego con el objetivo de
garantizar la paz y la estabilidad. Con todos los fracasos, todas las carencias
y, ¡por qué no!, todas las hipocresías, la ONU, aún siendo manifiestamente
mejorable, es la mayor organización internacional, englobando 193 estados,
prácticamente todos los países soberanos reconocidos.
En
un contexto histórico en que la mayoría de los pueblos del mundo estaban
sometidos al colonialismo, la autodeterminación cobra una dimensión
espectacular en lo que se ha denominado su “vertiente externa” que, relacionada
con la soberanía, prohíbe el colonialismo y, en general, la explotación
extranjera, otorgando a los pueblos en tales circunstancias el derecho a
decidir la formación de un Estado independiente, la libre asociación, la
integración en un Estado ya existente o cualquier otro estatuto que libremente
decida su población. Esta vertiente tiene su origen en la independencia de EEUU
e Hispanoamérica y culmina con el exitoso proceso descolonizador del último
tercio del siglo XX. Pero, no agotado el problema con la independencia de las
colonias, para otros supuestos reivindicativos distintos, se contempla la “vertiente
interna” de la autodeterminación, con raíces en la Revolución Francesa y la
consiguiente supresión del Absolutismo, consistente en el derecho de los
pueblos a decidir su organización política y perseguir su desarrollo cultural,
social y económico, es decir, a preservar su identidad y participar en la
dirección de los asuntos públicos a todos los niveles. En definitiva, a vivir en
democracia, con gobiernos que representen al conjunto de la población, sin
discriminación por motivos de raza, religión u otra circunstancia. La
contemplación de ambas vertientes, la externa y la interna, es imprescindible
para que, en cada supuesto, el derecho de autodeterminación no se convierta en
agente atomizador y generador de conflictos entre los estados constituidos en
el planeta, que en su mayoría, más del 90%, son plurinacionales
sociológicamente, pues sus poblaciones tienen o proceden de diversas culturas o
pueblos, incluidos los surgidos tras la independencia colonial.
Por
ello la ONU, los acuerdos internacionales y el sentido común, para evitar que
la autodeterminación se convierta en un problema en vez de una solución, ha ido
perfilando su reconocimiento como derecho si se dan determinadas
circunstancias, concretando qué pueblos son titulares del mismo y en qué
supuestos. Está en juego la paz, la libertad y la estabilidad internacional,
pues, al fin y al cabo, se trata de preservar los derechos ciudadanos –de todos
los ciudadanos-, individuales o colectivos, en beneficio de una convivencia
internacional estable y pacífica. No en vano, el concepto de “pueblo”, como
sujeto del derecho de autodeterminación en su doble vertiente, es problemático
y tiene varios significados, prevaleciendo en la cultura occidental, el de “conjunto
de habitantes de un estado” (pueblo español, alemán, francés, etc) sin
menoscabo, al menos en su vertiente interna, del de “grupo diferenciado dentro
de un estado” (pueblo catalán, bávaro, bretón, etc), que nada tiene que ver con
los “pueblos colonizados” o los sujetos a “dominación extranjera” –inexistentes
prácticamente en Europa-, cuyo derecho de autodeterminación está más que
justificado y, por ello, reconocido por la comunidad internacional, incluidas
ambas vertientes.
Sin
embargo, el reconocimiento internacional del derecho de autodeterminación para
los pueblos considerados como “grupo diferenciado dentro de un estado” y, por
tanto, formando parte de los considerados “conjunto de habitantes de un estado”
necesariamente pasa por tener muy en cuenta el derecho constitucional del
estado en cuestión, su integridad
territorial y su soberanía, consecuencia del proceso histórico del pueblo o
pueblos que lo han constituido. En tales circunstancias, si la vertiente
interna del derecho de autodeterminación está asegurada por las garantías
democráticas –esta es la clave-, no cabe justificación internacional para
validar la vertiente externa, es decir, la soberanía, salvo que así esté
definido constitucionalmente en el estado del que forma parte o, en caso
contrario, así lo decida el pueblo soberano, en este caso el “conjunto de
habitantes” del estado en cuestión y no unilateralmente el “grupo diferenciado”
que forma parte de él. Menos aún si dicho estado está más que consolidado y
reconocido por la comunidad internacional, con una vigencia histórica
–consecuencia del esfuerzo común de todos los pueblos que lo integran- de
varios siglos, incluso antes del momento en que el derecho de autodeterminación
apareciese como concepto político. Si además de todo lo anterior, el “grupo
diferenciado” jamás se configuró como estado propio, jamás fue sometido por el resto
de la población o por una potencia extranjera que lo oprime y, simplemente,
siempre ha sufrido y disfrutado los mismos avatares históricos que el resto de
pueblos o “grupos diferenciados” que conforman y comparten el estado al que
pertenecen, en vez de derecho de autodeterminación, estamos hablando de otra
cosa. Una agresión antidemocrática en toda regla y un desafío a la comunidad
internacional que no podría reconocer la viabilidad del supuesto derecho de
autodeterminación, pues, al no ajustarse a la legalidad, atropellaría derechos
consolidados del estado amputado y abriría el camino a un proceso atomizador
que haría peligrar la paz y la estabilidad mundial, poniendo patas arriba el
actual mapa-mundi político. Poner bajo sospecha la soberanía –libremente
decidida- y la integridad territorial –históricamente consolidada- de un estado
es lo más parecido a colocar la paz y la estabilidad mundial bajo un polvorín a
punto de estallar.
Fdo.
Jorge Cremades Sena
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