Por
enésima vez la opinión pública es zarandeada por un nuevo presunto caso de
corrupción política, la “operación Campeón”, que, como en otros casos
anteriores, cuya lista sería interminable, supone un nuevo varapalo a la ya
escasa credibilidad que el pueblo tiene en sus gobernantes. El mismo guión, el
mismo argumento, la misma puesta en escena y el mismo final. Sólo cambian los
protagonistas: un ministro socialista –D. José Blanco-, un exconselleiro y
diputado autonómico del BNG –D. Fernando Blanco-, un parlamentario del PP –D.
Pablo Cobián- y, ¡cómo no!, un exitoso empresario de dudosa honestidad, D.
Jorge Dorribo. El resto de actores secundarios de esta película interminable en
blanco y negro es una serie de personajes secundarios en su papel de amigos
–del alma o no-, familiares o intermediarios, necesarios para desarrollar la
trama argumental. ¿Les recuerda algo a Gürtel, Brugal y otros tantos ejemplos?
Aunque
Pablo Cobian y Fernando Blanco han dimitido para, según ellos, no “ocasionar
daños” a sus respectivos partidos, no seré yo quien reclame idéntica actitud a
José Blanco quien, como los anteriores, dice que son falsas las acusaciones que
hace Dorribo de haberles entregado dinero a cambio de agilizar trámites administrativos
en relación a sus proyectos empresariales. Una práctica muy extendida a nivel
de rumor entre la ciudadanía que se da en los distintos ámbitos político-administrativos.
¿Por qué será? No obstante, cada cual es libre, a nivel personal, de elegir la
forma de afrontar la situación embarazosa en que se ve involucrado y proclamar
su inocencia hasta que los tribunales decidan, bien asumiendo responsabilidades
políticas o sin asumirlas. Por tanto, las peticiones de dimisión de Blanco -el
ministro- con clara intencionalidad política quedan reservadas en este caso a
los dirigentes del PP, al igual que los dirigentes del PSOE, incluido el propio
Blanco, han venido haciendo en otros casos en que los gobernantes acusados eran
populares. Como ven, un ejercicio mutuo de coherencia y honestidad partidaria
–para el común, de cinismo indecente- que provoca una desconfianza ciudadana
cada vez mayor en los propios partidos políticos. Es obvio que, en este contexto
de paranoia normalizada, sean coherentes –o cínicas- las declaraciones de Saenz
de Santamaría, exigiendo la dimisión de Blanco, así como las de Rubalcaba,
creyendo a Blanco y no a Dorribo, porque éste ha estado preso y su trayectoria
empresarial es de dudosa reputación. ¿No debiera ser la coherencia una de las
cualidades exigibles a un gobernante? Blanco, a nivel personal, debe gozar de
la más escrupulosa presunción de inocencia ante las acusaciones, como en su día
Camps y tantos otros. Cuestión bien distinta es su responsabilidad política, no
por ser acusado, sino por su irregular conducta como gobernante, como en su día
Camps y tantos otros.
La entrevista de Blanco con Dorribo en una gasolinera, que el propio Blanco
admite, no es justificable. ¿Qué pinta un ministro reuniéndose en tales
circunstancias con un empresario supuestamente corrupto? ¿Es su forma habitual
de proceder con el resto de la gente? Esta actuación impresentable, al margen
de haber cometido o no un delito, es la que, ipso facto, merece una contundente
reprobación popular y la exigencia de que asuma responsabilidades políticas
dimitiendo como ministro. La dignidad del cargo que ejerce es incompatible con
actuaciones pintorescas que, como mínimo, invitan a la sospecha de parcialidad.
¿No debiera ser la imparcialidad otra de las cualidades exigibles a un
gobernante? Lamentablemente conductas similares son muy frecuentes en muchos de
ellos, lo que exige acabar con tales irresponsabilidades.
Sería
buen momento, ya que se acercan elecciones, que los diferentes partidos asumieran
en sus respectivas campañas electorales el compromiso público de elaborar en la
próxima legislatura una especie de código ético para los gobernantes. En
definitiva, una declaración de principios y de conducta, tal como existe en
muchos lugares para la función pública, que, aceptada a nivel general,
inhabilite a quien, al margen de imputaciones civiles o penales, actúe de forma
descaradamente inadecuada a las exigencias de la dignidad del cargo que ocupa.
Ya que, especialmente en cargos ejecutivos de nombramiento, no se requiere
requisito alguno, salvo la decisión personal de quien los nombra, y el criterio
para ello suele ser el amiguismo y no otras cualidades innatas o adquiridas,
que sí se exigen para cualquier nivel de la función pública, conviene que, tras
ser nombrados, no se deje su permanencia en el cargo al libre albedrío de su
valedor si sus conductas rebasan claramente los límites de lo mínimamente
exigible desde la decencia. Se puede soportar que un gobernante sea mediocre,
pero no incapaz de entender que gobierna para todos y que la alta dignidad de
su cargo está muy por encima de su persona, de sus intereses y de su partido.
En definitiva, lo que eufemísticamente el pueblo califica como “el cargo le
viene grande” por no calificarlo como impresentable a nivel personal. Así lo
entienden en otros lugares donde por mucho menos el gobernante dimite o es
cesado. Algo que tienen asumido los políticos y los partidos en que militan.
Aquí, por lo visto, será necesario imponerlo como norma, cuando debiera ser
impuesto simplemente por el sentido común.
Fdo.
Jorge Cremades Sena
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