Nada
más lejos de mi intención dar a entender que la clase política en general es
corrupta, pero es evidente que, instalados en ella, hay gran cantidad de
corruptos. Basta echar un vistazo a los medios de comunicación para constatar
que, mientras el pueblo sufre la peor zozobra imaginable, media docena de casos
impactantes de corrupción, amén de muchos otros que duermen el sueño de los
justos en los juzgados a la espera de su resurrección, rivalizan mediáticamente
con las severas medidas económicas del gobierno para arrancar de los trabajadores
la tajada suficiente que permita reducir un axfisiante déficit público,
provocado por una nefasta gestión gubernamental. Nefasta en todos los niveles
institucionales y practicada por las distintas opciones políticas que las
gobiernan. La realidad es que, mientras a millones de personas se les priva de
ejercer su elemental derecho al trabajo para vivir con dignidad y a otros
millones de trabajadores se les erosiona su salario, socavando sus derechos
sociales adquiridos tras el pago de excesivos impuestos durante toda su vida
laboral, una serie de sinvergüenzas “in crescendo” se lo lleva calentito para
amasar grandes fortunas de forma fraudulenta o despilfarra y malgasta de forma
irresponsable el dinero de todos que, según ellos, no es de nadie, arruinando
nuestro presente e hipotecando el futuro de nuestros hijos. Urge de una vez por
todas acabar con esta lacra depredadora, inaceptable en una democracia avanzada
y más propia de regímenes autoritarios, cuyos gobernantes gozan de total
impunidad. ¿Sucede aquí algo parecido? Ésta es la cuestión. Si después de más
de tres décadas de democracia no hemos sido capaces de finiquitar la
corrupción, sino todo lo contrario, es obvio que algo está fallando
estrepitosamente. Así no se puede continuar.
Lo
menos importante es la identidad de estos sinvergüenzas, ni el cargo desde el que
cometen sus fechorías, ni sus cómplices, ni su adscripción política, ni el
volumen de lo malversado o robado, ni su origen o su destino. Son circunstancias
que, aunque tengan importancia desde el punto de vista ético o estético,
cualitativo o cuantitativo, sirven para que los partidos políticos afectados y
sus entornos propagandísticos utilicen la doble moral de minimizar o maximizar
cada caso de corrupción, según su interés político, en vez de consensuar una
legislación nueva, contundente y eficaz, que, simplemente, haga pagar muy caro,
civil y penalmente, a quienes actúen de manera tan reprobable. Es lamentable
que ni mayorías parlamentarias, ni consensos, ni iniciativas minoritarias
legislativas se hayan interesado en modificar una legislación que, a la vista
está, posibilita que resulte fácil y rentable malversar fondos públicos y que salga
muy barato apropiarse de ellos, es decir, robarlos. En el peor de los
supuestos, una condena de cárcel e inhabilitación temporal; en la mayoría, ni
siquiera esto; como contrapartida, la vida económicamente resuelta para
siempre. Así, lo normal es que estos personajes proliferen, pues, además, una
lógica buena conducta carcelaria les reducirá la pena a la mínima expresión y,
cumplida ésta, ya no necesitan habilitación para desempeñar otro cargo público,
el que desempeñaron ya compensó sus expectativas de convertirles en
millonarios. Bastaría endurecer las penas, exigir un estricto control
presupuestario e imponer una estricta responsabilidad civil a los culpables
para disminuir drásticamente estas conductas delictivas. Ya no sería rentable
practicarlas y las víctimas -es decir, el pueblo- verían reparado el daño
causado con la reposición al erario público hasta del último euro
despilfarrado, malversado o apropiado. ¿Por qué no lo hacen? La respuesta es
obvia: porque les interesa mantener la situación actual.
Si
estas conductas delictivas e irresponsables figuran como destacadas entre las
causantes de la tremenda crisis económica que padecemos, lo esencial es
erradicarlas ya. De poco servirá sanear la situación económica coyunturalmente
si se mantienen las verdaderas causas que la provocaron. Sólo servirá para dar
una nueva oportunidad a los sinvergüenzas que, obviamente, se mueven mejor en la
opulencia. Seguirá siendo muy rentable ser el chofer de un director general
–por referirme al último de los casos, pues los hay más suculentos- que, además
de su salario, consigue subvenciones de su jefe sin control alguno por millón y
medio de euros –imaginen lo que puede conseguir el jefe para sí mismo o para
otros más allegados-, mucho más rentable que estar toda la vida trabajando,
pagando impuestos, con dificultades para llegar a fin de mes, sin obtener al
final ni la mitad de dicha cantidad. ¿Sería rentable si tuviera que devolverlos
y permanecer en la cárcel muchos años? Seguro que no. Es más rentable no
reponer el dinero y, en el peor de los casos, estar en la cárcel –en una cárcel
española- menos tiempo del necesario para acabar una carrera universitaria y
después apuntarte a las listas del paro. Nada que temer, dicho sujeto se
reinsertará lo antes posible. Seguramente no solicitará el pago único de su
prestación por desempleo para hacerse autónomo y, menos aún, cualquier pequeña
subvención o ayuda financiera. Ya no lo necesitará y además piden muchos
requisitos para justificar la inversión. Como debe ser, si no eres ya el chofer
del director general. En todo caso, lo más rentable de todo no es ser el
chófer, sino ser el director general que, según su chófer, aprovechaba gran
parte de la subvención que le concedía para gastarlo en cocaína, fiestas y
copas. ¿Acaso no era él quien se la daba? ¿No es lo más parecido a la
impunidad?. Basta ya.
Fdo. Jorge Cremades Sena
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