No
he podido evitarlo. De repente me ha venido a la memoria el Movimiento Nacional
que, durante tanto tiempo, nos amargó la vida. El nombramiento del republicano
Oriol Junqueras como jefe de la oposición en la Cámara legislativa catalana ha
sido el culpable de tan infausto recuerdo. Se me habían olvidado ya los
gobiernos sin oposición oficialmente reconocida. Después de todos estos años de
democracia, por la que tanto luchamos los españoles, pensé que ya era
irreversible que los parlamentarios que no apoyan a un gobierno conforman su
oposición y que, de entre ellos, el líder del partido más votado es nombrado
oficialmente como jefe de la misma. Así han funcionado todas las cámaras
legislativas en todas las legislaturas y en todos los niveles territoriales.
Por ello Artur Mas desempeñó el cargo de jefe de la oposición en el gobierno
tripartito de Montilla (PSC-ERC-ICV) y, por ello, nadie entiende que ahora no
se haya nombrado oficialmente jefe de la oposición a Pere Navarro, cuyo
partido, el PSC, es el más votado entre los que se oponen al gobierno
tripartito de Mas (CDC-UDC-ERC). Y es que, al igual que no se puede soplar y
sorber al mismo tiempo, no cabe sostener y oponerse al gobierno simultáneamente
en un sistema democrático. Eliminar la oposición del sistema legal, como hacen
los totalitarismos, o acallarla menoscabando su estatus con estratagemas
legales, como hacen ahora los independentistas catalanes, es atentar contra la
democracia, con resultado de muerte o de heridas graves respectivamente.
Pues
bien, el gobierno de Artur Mas, al no obtener CiU la mayoría “excepcional” que
solicitaba en campaña electoral, sino todo lo contrario, se sustenta en la
mayoría “suficiente” que, para gobernar, le proporciona ERC, el siguiente
partido más votado, y, tras suscribir un sólido pacto de gobierno con él,
nombra jefe de la oposición a su líder, mentor y principal valedor del programa
gubernamental que entrambos aplicarán durante la legislatura. Es decir, Artur
Mas solicita en primer lugar una mayoría “excepcional”, que limita por voluntad
popular el papel de la oposición pero sin menoscabar su estatus; los electores
no se la conceden y, como respuesta, lo limita él mismo y menoscaba su estatus
nombrando jefe de la misma a quien, obviamente, es soporte fundamental de su
gobierno y, por tanto, no es oposición. Y, para que la operación sea factible y
quede todo atado y bien atado, ningún republicano forma parte del gabinete,
pero una especie de gobierno en la sombra o consejo paritario, formado por
hombres y mujeres de CiU y ERC, se encarga de la hoja de ruta gubernamental a
lo largo de la legislatura. Lo siento, pero, salvando las distancias, no he
podido evitar el recuerdo de aquel siniestro Consejo Nacional del Movimiento
que, formado por sus consejeros nacionales, se reunía periódicamente en el
Palacio del Senado para dar cierta apariencia de sistema parlamentario junto a
las Cortes Españolas monocromáticas.
Aquellos
eran tiempos de un rabioso nacionalismo español y, ya se sabe, lo menos
importante para sus creadores eran los españoles y su dignidad. Lo esencial era
España y todo, absolutamente todo, quedaba supeditado a ella. Aquella España
“una, grande y libre”, surgida de su imaginación e impuesta por la fuerza,
dirigida por el Movimiento Nacional, que definían como “la comunión de los
españoles en los ideales que dieron vida a la Cruzada y constituye el
Movimiento social y político de esa integración”. Evidentemente, las ideologías,
las reivindicaciones socioeconómicas y las libertades, que dan lugar a la
oposición, eran obstáculos inaceptables para consolidar el proyecto de aquella
España, que, según la Falange –única ideología permitida-, era una “unidad de
destino en lo universal”. El menosprecio, cuando no la prohibición, de
cualquier desviación del ideario oficial era moneda común al considerarlo pernicioso
para su España imaginaria, incluido el uso de las lenguas españolas distintas
al castellano, considerando traidores o malos españoles a quienes actuasen al
margen del pensamiento único establecido. Y, por idénticas razones, el desprecio,
cuando no la burla, a los estados democráticos vecinos y a los organismos
internacionales que, obviamente, no acogían a España en su seno porque sus
dirigentes no respetaban la legalidad instituida y, además, se permitían
culpabilizarlos de todos sus males, cuando su desarrollo económico dependía del
entorno desarrollado por ellos. Ese era el “destino universal” de aquella
España ultranacionalista, ya casi olvidada, que el actual ultranacionalismo de
los dirigentes catalanes me ha traído a la memoria.
En
efecto, unidos por la Cruzada independentista, lo menos importante es la
ideología que tengan los catalanes o sus diferencias económico-sociales o
culturales. Lo esencial es la comunión e integración de todos los catalanes –al
margen de su condición económica, social o cultural- en los ideales que
inspiran la Cruzada independentista para alumbrar la imaginaria Cataluña, que,
como aquella España “una, grande y libre”, según el proyecto de Mas, va más
allá “de cualquier formación política y de cualquier persona” y no lo detendrán
“ni los tribunales ni las constituciones”. Justo lo que sucedía en aquella
España negra, impuesta por encima de la Constitución vigente y mantenida por
encima de la legalidad internacional y sus tribunales, que, obviamente, la
condenaron al aislamiento y al subdesarrollo, respecto a su entorno, durante
tantos años. Ese fue su destino “en lo universal” hasta que la Constitución
actual la colocó en la normalidad interna e internacional. Aunque sabemos que
la Cataluña diseñada por el gobierno de Mas y de su jefe de oposición, insólito
en Europa, es menos pretenciosa y sólo aspira a ser una unidad de destino en lo
europeo, desconocemos cómo lo van a conseguir. Aunque sí sabemos cómo lo
consiguieron los ultranacionalistas españoles. Pero, en fin, eran otros tiempos,
que no debiéramos olvidar con tanta facilidad.
Fdo. Jorge Cremades Sena
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