España
se ha convertido en una mastodóntica ruleta de la Fortuna en la que unos
cuantos, probablemente demasiados, son tocados favorablemente por la varita
mágica de la diosa romana para desgracia del resto, la inmensa mayoría,
condenados por ella a todos los males. En su caprichoso proceder a la hora de
repartir la suerte ha reservado la buena para los corruptos, dotándoles de
inmensas riquezas, y la mala para los demás, privándoles incluso de un trabajo
para sobrevivir honradamente y obligando a quienes lo conservan a grandes
sacrificios para llegar a fin de mes. Parece que nada se puede hacer contra el
designio de los dioses y sólo cabe la resignación. Aunque no hay que olvidar
que a lo largo de la Historia los mortales condenados por los dioses, asqueados
de tanto infortunio, han dicho “¡basta ya!” en determinadas ocasiones para
cambiar de forma radical tanta desgracia. Y lo han conseguido más de una vez.
Soportar lo insoportable tiene un límite que, a mi juicio, ya está más que
rebasado. Quienes llevamos mucho tiempo exigiendo tolerancia cero contra la
corrupción política al margen de la militancia partidaria de los corruptos – y a
diferencia de quienes sólo ven, o quieren ver, la paja en el ojo ajeno pero no
la viga en el propio- no sabemos ya qué más tiene que suceder para que se ponga
el punto y final a esta lacra que atenta directamente contra el sistema
democrático. Si ni legisladores, ni gobernantes, ni ejecutivas de los partidos
políticos, ni sus militantes ponen el punto y final, son ellos el problema y no
la solución. Y la sociedad ya tiene bastantes problemas como para soportar
además el que, sin lugar a dudas, es origen de buena parte de ellos.
La
endémica corrupción en España ha llegado a niveles insostenibles. El pueblo ya
no puede soportar que, casi a diario, surjan casos de corrupción política o
financiera sin que quienes son responsables de evitarlo –las distintas
administraciones públicas y los partidos políticos- ni siquiera lo consideren
como un problema esencial para desarrollar el Estado de Derecho en el que
viven. La sucesión vertiginosa de casos de corrupción clamorosos con cantidades
astronómicas, que paliarían la crisis económica, impide que, la resaca social
de la borrachera por el último caso publicado, dé tiempo suficiente a la
recuperación para afrontar la nueva borrachera del siguiente caso, provocando
un alcoholismo crónico irreversible, mientras que los partidos parece que lo superan
con absoluta normalidad. Por tanto, se supone que la única explicación de que
los partidos políticos no corten de raíz el problema es para evitar el
“delírium trémens” y sus efectos negativos, aunque olvidan que mantener el
vicio es aún mucho peor que afrontar los efectos del síndrome de abstinencia,
pues, si los partidos políticos no acaban con la corrupción, será ésta quien
acabará con ellos. Ya no vale el “y tú, más”, tan utilizado cuando, siendo
principiantes, los casos de corrupción de uno u otro signo político se
distanciaban en el tiempo, dando lugar a que, en cada caso, el anterior ya se
hubiese digerido y olvidado. Ya no se pueden vender como casos aislados o de
unos u otros. Son permanentes y de todos. La confluencia temporal de muchos de
ellos, que afectan a casi todos los partidos y niveles administrativos, desde
el municipal a los aledaños de la Corona, pone en evidencia las vergonzantes
demagogias de quienes por la mañana actúan de inquisidores del contrario y por
la tarde se tienen que defender de él, convertido en su inquisidor. Un
simultáneo cambio de papeles en la misma orgía.
Sin
ir más lejos, unos veinticinco casos relevantes de corrupción –amén de otros de
menor entidad, de los ya resueltos con anterioridad y de los que, siendo “vox
populi”, aún no están denunciados- se investigan en estos momentos en los
tribunales, que, con más de trescientos imputados de distintos colores
políticos, se ven desbordados. Ni siquiera vale la pena citarlos, dan asco, son
sobradamente conocidos y algunos casi olvidados. No son asuntos menores ya que,
tratándose de robar, cuanto más mejor. Es la única forma de acumular fortunas
de decenas, cientos y miles de millones de euros que causan vértigo al común de
los mortales, que las está pasando canutas. Todos actúan igual. Primero
trincan, si se les denuncia se declaran inocentes y exigen la presunción de
inocencia hasta la saciedad, poniendo todas las trabas posibles a la
instrucción judicial -dilatarlo al máximo tiene grandes ventajas- y, cuando, a
pesar de todo, se descubren sus desorbitadas cuentas en paraísos fiscales y sus
desbordantes patrimonios, camuflados con redes de sociedades interpuestas y con
testaferros, intentan justificar lo injustificable ante la solidez de los
indicios, en vez de pedir perdón por haber utilizado la política para
doctorarse en actividades delictivas, renunciar al cargo político que tengan y
asumir las responsabilidades derivadas de ellas en vez de recurrir en última
instancia a acuerdos de conformidad o, ya condenados, al indulto. Que el 93% de
los españoles considere que no se castiga debidamente a los políticos
corruptos, no es casualidad. Que la mayoría esté de ellos hasta las narices,
tampoco. O la diosa Fortuna invierte el sentido de esta diabólica ruleta, castigando
severamente a los corruptos y premiando simplemente con una vida digna a los
trabajadores honrados, o serán éstos quienes se vean obligados a cerrar el
infernal casino en que se está convirtiendo nuestro sistema democrático, donde
la honradez es apuesta perdedora. De momento, el edificio ya está casi rodeado.
Fdo.
Jorge Cremades Sena
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