Mal
asunto para la convivencia y la paz social si se generaliza, como sucede en la
sociedad española, la percepción de que la Justicia es injusta y no trata a
todos con el mismo rasero. El uso, abuso o mal uso de los indultos y de los acuerdos de conformidad
tiene mucho que ver al respecto, al margen de otras cuestiones que,
relacionadas con la deplorable lentitud de la administración de justicia o las
diferencias por razones económicas de acceso a la misma, sitúan ventajosamente
a unos cuantos frente a la mayoría, avalando el dicho popular “hecha la ley,
hecha la trampa” que genera una peligrosa alarma social. Pero, si tanto el
indulto como el acuerdo de conformidad es práctica legal habitual –no sólo en
España, sino en el resto de países de nuestro entorno-, ¿por qué aquí genera
tanta desconfianza y en los demás estados no? La respuesta es obvia. Como en
otros muchos asuntos, se hace un mal uso de los mismos. No cabe otra
explicación. Al margen de matices más técnicos, que han de hacer los expertos
en la materia, conviene que la opinión pública sepa “grosso modo” de qué se
está hablando para evitar demagogias añadidas en uno u otro sentido.
El
indulto es una medida de gracia que, con carácter excepcional, consiste en la
remisión, total o parcial, de las penas de los condenados en sentencia firme,
otorgada por el Jefe del Estado –en nuestro caso, el Rey- a propuesta del
Ministro de Justicia y previa deliberación del Consejo de Ministros. Al
tratarse de una medida de gracia con carácter individualizado, su concesión o
denegación, queda al margen de cualquier justificación, aunque la resolución
debe fundarse en razones de equidad, oportunidad o conveniencia pública para no
derivar en un mal uso o abuso de la arbitrariedad que la medida lleva implícita.
Y es aquí donde, justamente, está la causa del malestar que la concesión o
denegación del indulto genera en la sociedad española. Nadie entiende, por
ejemplo, que se deniegue el indulto a un extoxicómano rehabilitado, que ayuda a
colectivos antidroga y cuida de su padre anciano y enfermo, mientras se le
concede a banqueros por acusación y denuncia falsa, a “kamikazes” homicidas, a
agresores sexuales, a abogados colaboradores de los etarras, a agresores de un
vendedor ambulante, a policías torturadores, a condenados por el GAL, a
difusores de fotos íntimas, a desviadores de fondos públicos o a alcaldes y
otros cargos políticos o técnicos por conceder licencias ilegales para
proyectos urbanísticos u otras fechorías.
Por
su parte, la conformidad es el acuerdo al que llega un acusado con el fiscal y
la acusación particular si la hay, tras reconocer los hechos que se le imputan,
antes del juicio, dando lugar a una sentencia firme por parte del juez y a la
finalización del proceso penal. Es tan habitual que, bien aplicada, ha
popularizado el dicho “más vale un mal acuerdo que un buen pleito” pues, en
realidad, ahorra esfuerzos, reduce costes, acelera procedimientos y
descongestiona la carga de trabajo en los juzgados. Por tanto, aceptado el
reconocimiento de los hechos imputados y asumida la culpabilidad, nada que
objetar a una pena pactada, situándola en el tramo más benévolo de la horquilla
punible prevista para dichos delitos, despejando la incertidumbre de una
sentencia en caso de celebración del juicio. Sin embargo, nadie entiende que
dicho pacto se solicite y se conceda tras años y años de instrucción en los que
los acusados mantienen públicamente su inocencia, apelan a la obligada
presunción de la misma, utilizan todos los recursos para entorpecer la
instrucción y sólo recurren al acuerdo cuando el juicio ya es inevitable, las
pruebas evidentes y, por ende, la condena en el tramo mínimo más que probable.
Un verdadero chollo frente a un severo castigo más que merecido.
Si,
de entrada, una justicia lenta ya no es justa, con estas prácticas, por muy
legales que sean, se convierte en injusta de pies a cabeza, salvo que la
aplicación de las mismas tuviera un efecto ejemplarizante y no, como sucede,
todo lo contrario. Más aun si sus beneficiarios son funcionarios públicos,
gobernantes o políticos a quienes, como sucede en cualquier país civilizado, se
debe exigir un plus de honradez y honestidad sobre el resto de los mortales, al
igual que, por razones de su estatus, gozan de determinados privilegios sobre
los mismos. No en vano, tanto jueces como tribunales están obligados a defender
el Estado de Derecho y actuar de la forma más severa dentro de la legalidad
contra la corrupción política que lo degrada y corrompe. Igual ha de hacerse a
la hora de conceder indultos. Aquí, lamentablemente, se tiene la sensación de
que sucede justo lo contrario, generando un tsunami de desconfianza en la
Justicia que amenaza con llevarse por delante al propio Estado de Derecho que,
en ningún caso, puede convertirse en un paraíso de la corrupción para propios y
extraños. ¿Es tan difícil conseguir que lo que es normal en países homologados
al nuestro sea también normal aquí? Esa es la cuestión.
Fdo. Jorge Cremades Sena
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