Por
más vueltas que le doy a la cabeza no tengo más remedio que darle toda la
razón. Mi amiga está que trina y no es para menos. A sus cincuenta y siete años
de edad, con treinta y cinco de ellos cotizando como trabajadora por cuenta
ajena, es decir, tras toda una vida trabajando legalmente sin cesar, nuestro
Estado de Bienestar le acaba de comunicar que, hasta que tenga la edad de
jubilación o encuentre otro trabajo, tendrá que depender de su marido, de sus
hijos o vaya usted a saber de quién, ya que con la nueva normativa, aprobada
hace dos meses, para ella no hay previsto ningún tipo de ayuda. Para llegar a
la edad de jubilación le quedan ocho años como mínimo y para encontrar un nuevo
trabajo, tal como está el patio, le queda el resto de su vida.
Ni pudo imaginar que,
cuando hace dos años cerró la empresa donde trabajaba, su futuro se tornaría
tan negro e incierto. Pasó, por primera vez en su vida, a “cobrar el paro” y,
tras aceptar una oferta a la baja, como tenían que hacer casi todos los
currantes, a percibir la pertinente indemnización, debidamente rebajada (de los
45 días por año trabajado, como decía entonces la ley, ni hablar). No perdió un
instante en pensar en la ayuda que percibían algunos conocidos suyos por ser
parados mayores de 55 años, pues estaba convencida de que, antes de agotar el
subsidio por desempleo, un nuevo trabajo aparecería en el horizonte. Por ello, se
puso a buscarlo desde el primer momento, aunque, mes a mes, se imponía la cruda
realidad. Encontrar un puesto de trabajo en España, incluso siendo, como ella,
sobradamente cualificada, era muy difícil y, a su edad, prácticamente
imposible. Tristemente, la fue invadiendo la resignación a medida que se
acercaba, sin que el nuevo empleo surgiese, la fatídica fecha del final del
cobro del subsidio por desempleo que, visto lo visto, inexorablemente, la
condenaría, después de toda una vida trabajando, a solicitar en el peor de los
casos la citada ayuda que el Estado preveía -¡menos mal!- hasta que le llegase
la edad de jubilarse y cobrar su merecida pensión, después de tantos años
cotizados, que, en todo caso, quedaría mermada si no conseguía seguir
trabajando y cotizando a su nivel estos últimos años.
El fatídico día llegó,
pero el nuevo puesto de trabajo, no. Al final, mi amiga, se veía obligada a
claudicar y, como aquellos conocidos suyos (incluso los que apenas habían
cotizado a lo largo de su vida, bien porque no habían podido o no habían
querido trabajar, pues no siempre ha habido crisis en los últimos cuarenta
años, bien porque trabajaron de forma ilegal y no cotizaron) decide acudir al
INEM para solicitar, como ellos, la ayuda pertinente a parados mayores de 55
años hasta que le llegue la edad de jubilarse. Pero, como si todo lo anterior
no fuese suficiente para minar todas sus esperanzas de futuro, a mi amiga le
esperaba la más ruin de las noticias, que arruinaba su dignidad presente. El
INEM le comunica que desde hace dos meses el Gobierno ha cambiado las reglas,
estableciendo nuevos requisitos de renta para tener derecho a la citada ayuda,
que ahora requiere tener en cuenta los ingresos de toda la unidad familiar, y
no sólo los del perceptor como se hacía antes; por tanto, como su marido, ya pensionista,
tiene una pensión suficiente, según considera el Gobierno, para mantenerla a
ella y a su hijo, todavía estudiante universitario, queda excluida como
beneficiaria de dicha ayuda.
Mi amiga, en absoluto
desacuerdo con que, en semejante trance, la hagan dependiente del resto de su
familia, en este caso de su marido, como si ella no hubiera aportado a la
sociedad méritos personales suficientes para que ésta le garantice valerse “per
se” hasta el final de sus días, ante el nuevo planteamiento gubernamental
decide entonces exponer con toda crudeza su realidad familiar. Aunque vive en
régimen de separación de bienes con su marido y su hijo, todavía estudiante,
también convive, tal como consta en el padrón, con otra hija y con dos nietos,
hijos de ésta, quienes, tras una separación con violencia de género incluida,
han tenido que cobijarse en el hogar familiar, según consta en resolución
judicial. Una unidad familiar “de facto” compuesta de seis miembros, siendo
obvio que la pensión de su marido, único ingreso de dicha unidad familiar, por
suculenta que sea no rebasa la renta media familiar (suma de todas las rentas,
dividida entre el número de miembros) que en 2013 el gobierno ha fijado en 484
euros. Sin embargo, la conclusión final es demoledora. La hija, al ser mayor de
26 años no cuenta como miembro de la unidad familiar, tenga o no ingresos; los
nietos tampoco ya que “de iure” no están acogidos y la tutela sigue siendo de
su madre, aunque “de facto” todos dependan de la pensión de su marido que,
dividida por tres, si rebasa los 484 euros de media. Mi amiga, como último
recurso, sólo puede solicitar una ayuda para mayores de 42 años, que sólo dura
seis meses, pero que sólo requiere la situación personal y no las rentas
familiares. Y, agotada dicha ayuda, después la nada. Es decir, un generoso
gesto que te condena a la exclusión social no ahora, sino seis meses después.
Es la
indecente respuesta de una sociedad enferma a quienes se dedicaron a ganarse la
vida honradamente con su trabajo, colaborando con los pertinentes impuestos al
bien general, para que otros campen a sus anchas, malversando el erario público
generado con tofo tipo de figuras delictivas que les permiten vivir al margen
de la ley, bien al amparo de las fraudulentas fortunas amasadas, bien al del
acogimiento fraudulento de determinados beneficios sociales, sin que los
mecanismos supervisores hagan absolutamente nada para impedirlo. Por todo ello,
mi amiga está que trina y, por más vueltas que le doy a la cabeza no me queda
más remedio que darle toda la razón.
Fdo. Jorge Cremades Sena
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