No
seré yo quien niegue las múltiples razones que tenemos los españoles para mostrar
nuestra indignación. Como otros muchos ciudadanos, estoy indignado por muchos
motivos. La grave crisis, no sólo económica, ni exclusivamente nuestra, nos
condena a un presente, plagado de demasiadas dificultades e incertidumbres, que
puede conducirnos a un futuro insoportable, si es que ya no estamos en él. Por
ello, ahora más que nunca, es necesaria una reflexión ciudadana profunda,
crítica y serena, que nos ayude a consolidar al menos un futuro de esperanza.
No es la primera vez -ni será la última- en que la sociedad española se ve
obligada a superar situaciones de gran dificultad, saliendo de ellas más o
menos airosa. Se requiere pues que, una vez más, seamos capaces de aprender de
nuestra propia historia para eliminar los errores cometidos en el pasado y
consolidar los aciertos que, en parecidas o peores circunstancias, nos
permitieron salir de túneles tan tenebrosos -o incluso más- como el que
atravesamos ahora. Para conseguirlo, no basta sólo con la indignación, por muy
justificada que esté. Máxime si esta indignación se limita a algaradas
callejeras, alteraciones del orden público y desobediencia al ordenamiento
jurídico establecido que, a la postre, añaden un plus de dificultad a las
posibles soluciones.
Conviene
recordar que España, a pesar de las dificultades por las que atraviesa, goza
del más largo periodo de libertad y prosperidad de toda su Historia y que,
gracias a él, los españoles hemos conseguido las mayores cotas de igualdad de
oportunidades, de acceso a la educación, de asistencia sanitaria y de
protección social. Asimismo los diferentes territorios españoles cuentan con el
mayor grado de autonomía política de todos los tiempos y con las más modernas
infraestructuras. Conviene recordar que, dichos logros, no se han conseguido
fácilmente; bien lo sabemos los que ya tenemos cierta edad. Sin ninguna de
estas ventajas y doblemente indignados, apostamos en su día por conseguirlo
desde la nada y lo conseguimos con perseverancia. Por tanto, a pesar de tantas
dificultades, algunos tenemos la certeza de que no estamos en el peor de los
momentos; hemos vivido tiempos mucho más complicados e inciertos. Si fuimos
capaces de superar aquéllos, hemos de serlo para superar éstos, siempre que,
como entonces, la inmensa mayoría de ciudadanos seamos capaces de aislar a
quienes, como entonces, pretendan poner palos en la rueda para dificultar el
camino en vez de aportar soluciones razonables y viables. La receta básica es
el consenso mayoritario de las fuerzas políticas, sociales, sindicales y
económicas en la búsqueda de soluciones y en la lucha contra quienes,
aprovechando la díficil coyuntura, se disponen a desestabilizar el sistema. Así
se hizo entonces. Ahora, con una democracia consolidada, será mucho más fácil,
siempre que los diferentes partidos políticos estén a la altura que requieren
las circunstancias.
Pero
es preocupante, especialmente en plena campaña electoral, que grupos de
indignados rebasen lo tolerable y ningún partido político declare públicamente
su repulsa por miedo a las repercusiones electorales. Mal asunto. Peor aún si
ni siquiera lo hace el Gobierno, aunque esté en funciones. Es inadmisible que,
en nombre de la indignación se agreda la sede de la soberanía popular, el
Congreso de los Diputados, apedreándola y escribiendo en sus paredes “Abajo el
régimen”, lo que pone en evidencia los verdaderos objetivos políticos de
semejantes personajes, pues acabar con el régimen democrático supone
inevitablemente sustituirlo por un régimen autoritario. Un ataque frontal en
toda regla a los cimientos de nuestra convivencia pacífica que ningún demócrata
debiera tolerar. Para mí es un nuevo motivo de indignación, probablemente, el
más importante de todos ya que tolerar semejantes acciones, dejarlas impunes,
significa iniciar la senda que nos conduce al caos.
La democracia -y, por tanto, la libertad- se
hace muy frágil en tiempos difíciles ya que, desgraciadamente, sus enemigos
aprovechan el descontento general para buscar cierta comprensión a sus actos
desestabilizadores que, simplemente, pretenden falsas soluciones al margen del
sistema con afán proselitista entre las personas de buena fe que lo están
pasando peor. Para conseguirlo, actúan al margen de la ley; agreden, verbal o
físicamente, a las distintas instituciones democráticas y a sus representantes
elegidos democráticamente; consideran mayoritarios sus movimientos asamblearios
–siempre minoritarios frente a lo decidido en las urnas- para dar apariencia
democrática a sus decisiones y, bajo dichos argumentos, se consideran agredidos
si las fuerzas de orden público les obligan a respetar el orden jurídico
establecido como a cualquier otro ciudadano. Es obvio que, ante dichos
comportamientos, el estado democrático, si no quiere deteriorarse, debe
aplicarles el peso de la ley legítimamente establecida; es la mejor fórmula
para fortalecerse y, en todo caso, para hacerles entender que las soluciones
siempre están dentro del mismo y no fuera como ellos pretenden. El silencio y
la permisividad con los que actúan rebasando lo tolerable es, simplemente,
intolerable. Nuestra más contundente respuesta a los intolerantes es hacer
reventar las urnas con nuestros votos; la suma de todos ellos, gane quien gane,
es la mejor forma de decirles donde está la verdadera mayoría democrática.
Fdo.
Jorge Cremades Sena
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