Si,
carente de información, acabara de llegar a este país desde un remoto lugar y,
para depositar mi voto en las urnas de forma responsable el próximo domingo,
tuviera que realizar un aprendizaje intensivo de la situación económica y las
opciones políticas que se me ofrecen, quedaría estupefacto. Tras conocer la
caótica situación económica, al borde de la recesión, descartaría cualquier
opción minoritaria, nacionalista o no, que entorpeciera la formación de un
futuro gobierno fuerte y sólidamente respaldado para afrontar los díficiles
retos que se avecinan. Por tanto, en sintonía con la mayoría de españoles, me
inclinaría por el PSOE de Rubalcaba o por el PP de Rajoy, para que cualquiera
de ellos consiguiera la cómoda mayoría parlamentaria que, sin hipotecas de
intereses minoritarios, le permitiera gobernar con fortaleza. Reafirmaría mi
decisión al conocer que ambos partidos tienen una amplia experiencia de
gobierno en los distintos ámbitos territoriales y que sus respectivos
candidatos han ocupado las más importantes carteras ministeriales; garantía más
que suficiente para desestimar cualquier aventura de final incierto. Es la
lógica de cualquier ciudadano sensato, no comprometido por razones de
militancia o de ideología, que prefiere anteponer el racionalismo al idealismo
en momentos tan críticos. Un pragmatismo político comprensible en tan difícil
momento.
Pero
al saber que las encuestas, a pocos días de la elección, pronostican un
tremendo batacazo del partido que gobierna y un éxito sin precedentes del
partido opositor, deduciría que el gobierno socialista lo ha hecho fatal y el
partido popular muy bien, o que el primero presenta un programa electoral
deprimente y el segundo excelente. Falsa deducción que se tornaría en estupor
al escuchar los mensajes electorales de los candidatos, los debates y las
tertulias televisivas. No entendería tanta aceptación popular a un partido que
pretende eliminar los servicios sociales básicos, la pensión a los mayores, las
coberturas del desempleo, la sanidad y la educación pública, al extremo de
dejar morir en el quirófano a los pobres y de convertir a sus hijos en meros
sirvientes de los ricos bien educados; menos aún, si tal proyecto lo lidera un
tal Rajoy nada carismático, sin programa, candidato por tercera vez y con la
intención, aunque no lo diga, de las peores maldades contra el pueblo llano en
favor de los ricos, tan ambiguo e incapaz que actúa bajo el dictado de un tal
Aznar con el que fué ministro cuando el PP gobernó. Tampoco entendería la caída
en pìcado de un partido gobernante, defensor del pueblo frente a los ricos,
liderado orgánicamente por un tal Zapatero -actual presidente del gobierno,
aunque desaparecido en la campaña-, que presenta como candidato a un tal
Rubalcaba, segundón de lujo en casi todos los gobiernos socialistas precedentes
–incluido el actual- y cabeza de cartel por vez primera, muy valorado por
propios y extraños, hábil negociador, inteligente, maquiavélico, manipulador,
con un programa propio y que, para colmo, es arropado por un tal Felipe
González, quien, hace ya más de veinte años, le descubrió como excelente
miembro de su gobierno y por vez primera le nombró ministro, aunque, a
diferencia de Rajoy, no actúa bajo su dictado.
O
los españoles son masoquistas, o los socialistas mienten o yerran de forma
flagrante. Esa sería mi conclusión. Pero, descartando obviamente lo primero,
sólo lo segundo podría explicarme la escasa credibilidad de la ciudadanía en el
proyecto socialista de Rubalcaba. No me sería difícil comprobarlo. No es
creíble, entre otras muchas razones, que se desmarque del zapaterismo, siendo
uno de sus principales valedores hasta antesdeayer; que relegue a ZP, su jefe
como secretario general del partido, para resucitar a Felipe González y al
trasnochado felipismo como opción de futuro, evidenciando el caos interno que
sufre el PSOE desde su descalabro en las elecciones locales; que tenga
soluciones para sacarnos de la crisis sin haberlas aplicado cuando era
ministro; que impute ocultas intenciones a Rajoy para hacer terribles recortes,
mientras justifica los suyos a funcionarios y pensionistas como ajustes
obligados a pesar de no constar en el programa con el que ZP ganó las
elecciones; que base su programa en soluciones provenientes del exterior, como
una moratoria de la UE y una especie de Plan Marshall, para poder seguir
manteniendo el gasto, sin reparar en otras soluciones en caso de negativa; que
impute la crisis galopante sólo a causas externas, sin reparar en la pésima
gestión del gobierno de ZP, del que formaba parte, plagado de ocurrencias y
despropósitos que todos conocen. . . Y para colmo, una falta de credibilidad a
una campaña mal enfocada desde el principio y basada en el voto del miedo. Con
cinco millones de parados y la economía en caída libre, la inmensa mayoría
conecta mejor con el slogan “Súmate al cambio”, como hizo en aquel mítico “Por
el cambio” de 1982, que con el de “Pelea por lo que quieres”. Está claro que la
mayoría va a pelear por lo que realmente quiere, un cambio radical, y, sobre
todo, contra lo que no quiere, mantener un rumbo que le conduce inevitablemente
al abismo. Esa seria mi conclusión si acabara de llegar a este país desde un
remoto lugar. Pero, como no es el caso, tendré que seguir valorando otras
posibilidades, que las hay, antes de introducir mi voto en las urnas el próximo
domingo.
Fdo. Jorge
Cremades Sena
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