La fiebre revolucionaria
(en sentido estricto de cambio radical) con que algunos pretenden poner patas
arriba todo nuestro sistema político-institucional, amenaza seriamente la paz y
la convivencia social, poniendo en grave riesgo nuestro Estado de Derecho. Una
vez más, como en otros muchos periodos históricos, el dilema “reforma o
ruptura” con el pasado para afrontar el futuro divide a los españoles en el
presente de forma radical y peligrosa. En casi todos los momentos anteriores,
salvo en la Transición, la intransigencia de los rupturistas generó tal
violencia que, al final, condujo a los españoles a un futuro peor que su
presente en términos de libertad y prosperidad popular, dejando herencias
perniciosas y difíciles de gestionar. Por ello es incomprensible que, a estas
alturas y con semejante bagaje, se ponga en duda en términos históricos la
validez del consenso –modelo ejemplar en su día a nivel nacional e
internacional- que, con grandes dificultades e ingentes reformas, propició el
tránsito del régimen autoritario al de democracia plena, arrinconando a los
rupturistas intransigentes de ambas orillas y, gracias a ello, consiguiendo el
más largo periodo de libertad, paz y prosperidad de toda nuestra Historia. Por
tanto, es indecente calificar, para desacreditarlo, nuestro actual sistema
político como heredero del franquismo, salvo que se refieran a que cada periodo
histórico es, obviamente, heredero del anterior y, en ese caso, también se
calificaría al franquismo como heredero de la República, a ésta como heredera
de la Restauración y así sucesivamente, pues, en definitiva, cada periodo
histórico resulta de la capacidad o incapacidad de responder a los problemas surgidos
en el periodo precedente que, en España, desgraciadamente, casi siempre se liquidó
mediante la violencia, el revanchismo y la incapacidad de reconciliar a unos y
otros en un proyecto común y mejor para todo el conjunto.
Dicho lo anterior, nada que objetar
a las necesarias reformas que precise nuestro Estado de Derecho para responder
con mayor eficacia a los problemas ciudadanos que, surgidos o agravados por la
crisis, siguen siendo, en todo caso, infinitamente inferiores a los que
padecimos durante la dictadura franquista. Si entonces se trataba de poner
punto y final a la dictadura para sustituirla por el Estado de Derecho, ahora
sólo se trata de reformarlo para que funcione mejor. Si entonces se trataba de
acabar con una legalidad ilegítima para sustituirla por una legalidad legítima
y democrática, ahora se trata simplemente de hacer los retoques necesarios para
mejorarla. Si entonces, para evitar riesgos innecesarios y males mayores,
optamos por el reformismo frente a un incierto y peligroso rupturismo, ahora,
cuando el marco legal democrático –surgido de dicho acuerdo mayoritario-
permite las más profundas reformas, carece de sentido apostar por rupturas y reivindicarlas al
margen del mismo. Por tanto, la principal y prioritaria reforma ha de ser la
exigencia inexcusable del acatamiento a la legalidad, pues gran parte del
deterioro progresivo de nuestro sistema democrático obedece a la permisividad
de hechos y comportamientos antidemocráticos, incluso desde las instituciones,
desacatando impunemente la legalidad sin respetar las reglas de juego, cuyo
acatamiento es la condición básica para la supervivencia democrática. Y así,
una vez reforzada la esencia del Estado de Derecho con esta prioritaria
reforma, que casi nadie está dispuesto a afrontar –a las pruebas me remito-,
hay que priorizar las demás –tanto las legislativas como las institucionales-,
comenzando por aquellas que incidan más directamente en la salida de la crisis,
principal obstáculo para el desarrollo del bienestar ciudadano, y en la mejora
del ineficaz entramado político-institucional, principal fuente del derroche y
despilfarro del dinero público.
Pero, a diferencia de la Transición,
ahora cada cual va a lo suyo. Ni acuerdo en las medidas tendentes a finiquitar
la crisis, ni acuerdo en las reformas para poner las instituciones realmente al
servicio de la ciudadanía. Al contrario, cada uno exhibe su receta particular y
concreta del sector que lo está pasando peor, incitándole a actuar al margen de
la ley para conseguir sus legítimas aspiraciones. No se trata de buscar
solución a sus problemas de forma razonable y dentro de lo posible; se trata de
romper con el sistema que, heredero del franquismo según ellos, es
antidemocrático y por tanto hay que sustituirlo por su modelo imaginario que
ineludiblemente ha de ser republicano y federal. Es lo urgente, lo
imprescindible para que todo lo demás funcione, pues, de no ser así, ni cabe la
libertad ni el progreso y, por tanto, es tan sencillo como sustituir “Monarquía
Constitucional y Estado Autonómico” por “República Federal” -supongo que
“Española”- y todo arreglado. Además, las nuevas generaciones que, obviamente,
no pudieron refrendar este caduco sistema semifranquista –así se lo venden- legitimarían
por fin –supongo que hasta la siguiente generación- un auténtico marco de
libertades que les permitirá desembarazarse de la losa opresora en la que viven
ahora. Con argumentos tan irreales e inconsistentes (basta comprobar que no
sólo hay libertad y progreso en las Repúblicas Federales, ni refrendan su
sistema político de vez en cuando para que las nuevas generaciones lo legitimen
o lo sustituyan por otro) se postergan las reformas necesarias y se priorizan
los debates superfluos, que nada aportan a la solución de los problemas reales,
sino que generan nuevas incertidumbres y elementos de división en una
ciudadanía maltrecha que busca agarrarse a un clavo ardiendo. Son las
prioridades y los métodos de los intransigentes que, desde la libertad
conseguida con la Transición, que tanto denostan y denostaron, reavivan el
debate, convertido ya en falso dilema, entre “reforma o ruptura”, que tanto nos
hizo dudar entonces, sin reparar que hoy ni siquiera cabe la duda, pues la
ruptura con un sistema democrático sólo puede conducir al autoritarismo, en el
mejor de los casos, y siempre al empeoramiento de la situación. Es obvio que,
para algunos, cuanto peor, mejor. ¿Lo es también para la mayoría? Parece que,
de momento, no.
Fdo. Jorge
Cremades Sena
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