La
jueza Mercedes Alaya, recuperada de su baja laboral temporal, ha vuelto a su
trabajo con energías renovadas, dando un importante empujón a la investigación
sobre los EREs fraudulentos de la Junta de Andalucía. La convergencia mediática
temporal con el caso de los papeles de Bárcenas, de su vinculación o no a la
trama Gürtel y la supuesta financiación del PP, con las ITV de Oriol Pujol, con
el Instituto Nóos de Urdangarín o con el caso campeón de Blanco, entre otros
asuntos de menor relieve, ha generado una alarma social en la opinión pública
sin precedentes. La gente ya está hasta las narices de esta corrupción
sistémica instalada en nuestra sociedad; pero aún lo está más del trato mediático
que se le da, sobre todo en los medios audiovisuales, que, como si se tratara
de un “programa basura” más, convierten en frívolo espectáculo lo que debiera
tratarse con rigor, seriedad y responsabilidad. Cada uno de los casos de corrupción
aparece en dichos medios como un asunto opinable y discutible, dosificado en
una serie de tertulias en las que cada participante manipula la información a
su antojo mientras que el juzgado de turno intenta esclarecer los hechos
concretos y las responsabilidades pertinentes de cada uno de sus respectivos
autores. Entretanto, los ciudadanos, a pesar de este tsunami desinformativo y
manipulador, cada vez son más conscientes de que, al margen de la responsabilidad
penal que se pueda demostrar en cada caso, se requiere una responsabilidad
política, que en otros países existe y aquí no, entre otras causas, porque
dichos tertulianos a sueldo, pretenden generar en la opinión pública –y a veces
lo consiguen- una cierta tolerancia hacia conductas absolutamente repudiables
en vez de posicionarse en contra de forma unánime y firme en todas y cada una
de ellas. Este derroche de frivolidad mediática, mezclando información y
opinión, para manipular la dimensión de los hechos que paralelamente investiga
un juez y presentarlos a la opinión pública según les conviene, provoca un
perjuicio social casi tan grave como los presuntos delitos investigados.
La
exigencia de responsabilidades políticas –las penales ya se verán- no pueden venderse como “cacerías contra Griñán”
o ataques al PP, a Cataluña o a la Monarquía, por más que sea lo que pretendan
algunos, sino como el precio que, al menos, por su manifiesta incompetencia,
deben pagar quienes en el marco de su responsabilidad permitieron, por acción u
omisión, la proliferación de actividades delictivas de personajes como Guerrero
o el sindicalista Lanzas, Bárcenas, Pujol o Urdangarín. Si todos ellos actuaron
durante años de forma fraudulenta es porque algún personaje de ámbito superior
competencial hizo dejación de su responsabilidad y, como mínimo, se lo permitió.
Discutir por qué lo hizo o buscar excusas a su proceder es irrelevante. Lo
esencial es que, ante su evidente incapacidad en el ejercicio de su
responsabilidad, se le exija unánimemente la dimisión de su cargo. Por eso,
plantear en serio la exigencia de responsabilidades políticas en este circo
mediático, cuando hasta las responsabilidades penales investigadas son
tergiversadas con grandes dosis de cínica parcialidad, es como pedir peras al olmo.
Se mire
como se mire, el caso de los EREs fraudulentos de la Junta de Andalucía, como
otros tantos casos, una vez esclarecidas las responsabilidades penales de los
imputados, debiera tener además consecuencias políticas en quienes durante más
de diez años no se enteraron o no quisieron enterarse del destino incorrecto
que sus subordinados hacían del dinero público que los ciudadanos les habían
confiado para su correcta administración. Si quienes se lo llevaron calentito,
enriqueciéndose indebidamente o enriqueciendo de forma arbitraria a sus
clientelas familiares o ideológicas, han de pagar las culpas que en sede
judicial se impongan –entre las que debiera estar además la devolución de las
cantidades malversadas-, quienes, mirando hacia otro lado o viéndolo de reojo,
no hicieron nada para impedírselo debieran, como mínimo, merecer el repudio
social generalizado, quedando inhabilitados -si no de derecho, al menos, de
hecho- para seguir ejerciendo la representación política. Es lo que sucede en
cualquier país normal. Por eso en dichos países se conjuga el verbo dimitir.
Aquí sucede todo lo contrario y, por ello, los partidos políticos no tienen
reparo alguno en incluir en sus listas a personajes de dudosa honradez, incluso
imputados, o nombrarlos para cargos, incluso más importantes que los
anteriores. Saben que no pasa nada; al contrario, la experiencia les dice que,
finalizada la representación circense, pueden incluso aumentar el apoyo
electoral en los siguientes comicios. Sin un código ético para ejercer la
actividad política y sin un reproche social generalizado ante las malas
prácticas, exigir responsabilidades políticas en este país es como entretenerse
en debatir sobre el sexo de los ángeles.
Pero, si, de entrada,
la ciudadanía es la responsable por seguir apoyando a los partidos que actúan
de forma tan indecente, no es menos cierto que los verdaderos culpables, además
de dichos partidos, son quienes de forma arbitraria actúan como agentes
propagandísticos de la corrupción ante la opinión pública, minimizándola o
maximizándola según les conviene, en vez de condenarla de forma unánime y sin
paliativos para generar sin fisuras una progresiva conciencia social de rechazo
absoluto a estos comportamientos indeseables, en vez de generar un asqueo
colectivo hacia la actividad política que, a corto plazo, beneficia a los
sinvergüenzas frente a los políticos honrados y, a largo plazo, perjudica a
todos los ciudadanos. De momento, ya podemos darnos con un canto en los dientes
si, al menos, se depuran las responsabilidades penales, las políticas, con
estas mimbres, están a años luz de ser depuradas.
Fdo.
Jorge Cremades Sena
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