La
última Encuesta de Población Activa (EPA) arroja una cifra escalofriante de
paro en España; 6.202.700 personas desempleadas tiñen de negro la celebración del
Primero de Mayo o Día Internacional de los Trabajadores que, si entre otras
reivindicaciones, sirve para homenajear a los Mártires de Chicago por
participar en las jornadas de lucha para conseguir la jornada laboral de ocho
horas, hoy, más de un siglo después, paradójicamente ha de ser un clamor
generalizado simplemente para que el derecho al trabajo no sea atropellado tan
indecentemente. No garantizar el derecho al trabajo fehacientemente supone
condenar inmerecidamente a las personas afectadas a una vida indigna y
miserable, incapacitándoles para disfrutar de otros derechos, como la vivienda,
imprescindibles para su pleno desarrollo humano a nivel individual, familiar y
social. Una injusticia inadmisible que no se palia con las coberturas de
desempleo, ni con las ayudas posteriores que, por su carácter temporal y
transitorio, sólo valen como garantía para afrontar con cierta tranquilidad una
mala coyuntura personal adversa con periodo de caducidad hasta el momento de
reincorporarse a un nuevo puesto de trabajo. En definitiva, para un imprevisto
circunstancial. Pero, si agotadas dichas prestaciones temporales, como sucede a
unos dos millones de los citados desempleados, encima se les condena a la
inanición, la injusticia inadmisible se convierte en una majadería social
intolerable. Es lo que está sucediendo.
Es
repugnante y repulsivo que en una de las zonas más desarrolladas del mundo, con
un alto nivel de vida y un considerable estado del bienestar se condene a tanta
gente a la exclusión laboral, arrancándoles la capacidad de poder ganarse la
vida libre y dignamente. Tanto en el conjunto de la UE, como en los países de
la eurozona, el paro aumenta de forma significativa, arrojando cifras
espeluznantes (casi 27 millones de parados en la UE, de los que más de 19
pertenecen a la eurozona, entre ellos, los más de 6 que aporta España). Un
sombrío panorama que además dibuja un horizonte de futuro tenebroso sin que se
atisbe una mínima esperanza. Sin crecimiento económico no se genera empleo y en
Europa todas las previsiones al respecto, revisadas a la baja, apuntan en esa
dirección. Una descomunal tragedia europea que, al margen del color político de
los gobernantes en los diferentes países que la integran, todos ellos se
muestran incapaces de salir de la crisis, generando un euroescepticismo cada
vez más evidente que hace tambalear el tan ansiado proyecto de unidad europea. Por
si fuera poco lo anterior, el fracaso ante la crisis de gobiernos sucesivos de
izquierdas y de derechas (Zapatero y ahora Rajoy en España) o viceversa
(Sarkozy y ahora Hollande en Francia), así como el de experimentos
tecnocráticos (como el de Monti en Italia) genera en la ciudadanía una
descomunal desconfianza en la alternancia política, requisito imprescindible
para la supervivencia de la democracia, e incluso un rechazo progresivo al
sistema global establecido, sin que se sepa muy bien hacia dónde vamos.
Este
sombrío panorama europeo se hace ya irrespirable en algunos países como España,
donde el nivel de desempleo, siempre superior al del entorno, llega a límites
insostenibles. Imparable en los últimos años con un gobierno socialista, sigue
“in crescendo” con un gobierno conservador a pesar de las reformas emprendidas,
frustrando todas las esperanzas depositadas en el cambio de rumbo desde las
últimas elecciones. La ciudadanía se va quedando huérfana políticamente de cara
a las próximas. Nadie entiende que la manifiesta mejoría de los datos
macroeconómicos (prima de riesgo, balanza comercial, déficit…) no vaya
acompañada de una mejora sustancial en la economía real, la que afecta
directamente a los ciudadanos. Nadie entiende que, ante la petición de
paciencia por parte del gobierno, la desacreditada oposición exija premura,
cuando antes sucedía justo lo contrario. Nadie entiende que el paro siga siendo
moneda de cambio en la lucha política partidaria para desgastar al rival, en
vez de ser el común problema a resolver por parte de todos (gobierno,
oposición, partidos, sindicatos, patronal…), quienes, aportando sus teóricas soluciones
viables, han de ser capaces de suscribir un acuerdo o un plan general de
emergencia que es lo que realmente se necesita.
Lamentablemente
ya no valen los reproches, ni las descalificaciones gratuitas, ni la búsqueda
de culpables presentes o pretéritos. No se trata de polemizar sobre quién es o
ha sido más inútil. A estas alturas es una pérdida de tiempo que no nos podemos
permitir y que, en definitiva, nada resuelve. Se trata de solucionar un
gravísimo problema que trasciende cualquier ideología, que está por encima de
cualquier proyecto político y que ha de ser prioritario a cualquier otro
objetivo. Se trata de devolver a todos esos millones de personas la dignidad que
vilmente les han arrebatado. Se trata de poner coto a una sociedad corrupta e
inmoral que no pone límites al enriquecimiento ilícito de unos pocos, ni al
despilfarro y el derroche del dinero público, mientras condena a millones de
personas a sobrevivir en la más absoluta miseria sin darles la oportunidad de
ganarse el pan con el sudor de su frente. ¿Nadie es capaz de evitarlo? ¿Por
qué, si todos coinciden en el diagnóstico, ninguno pone el remedio? Esto es lo
que hay que demandarles.
Fdo. Jorge Cremades Sena
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