Teniendo
en cuenta la más que insuficiente calidad de la Educación en España, la Ley
Orgánica de Mejora de la Calidad de la Educación (LOMCE), debiera gozar del
aplauso generalizado aunque sólo fuera para reconocer al ministro Wert su
intención de mejorar los asuntos de su departamento que no funcionan. Sin
embargo, ha sucedido todo lo contrario, generando un amplio rechazo a la
iniciativa global y a cada una de las medidas concretas que se proponen al
efecto (sobre la inmersión lingüística, selección del profesorado, becas….) que
desembocan siempre en un absurdo debate público y mediático, poco práctico y plagado
de argumentos filosófico-ideológicos con marcado interés partidista y
clientelar, que en nada favorece el sosiego necesario para conseguir, entre
todos, un consenso que propicie la necesaria estabilidad que requiere nuestro
Sistema Educativo. Un debate en blanco y negro carente de alternativas concretas
y argumentos racionales coherentes que, incluso cuando se tiene buena parte de
la razón -como en el asunto de las becas, por ejemplo-, es pródigo en juicios
de intenciones morales que, con marcado carácter maniqueo, sólo satisface a los
respectivos creyentes y genera más dudas en el común de los mortales que no
cree “a priori” en los buenos y los malos, sino en las cosas bien hechas o mal
hechas, que es de lo que se trata. La necesaria LOMCE, como cualquier otra ley,
tiene aspectos positivos y negativos más o menos discutibles, como no podía ser
de otra forma, que, en todo caso, no pueden atribuirse a perversas intenciones
por parte de nadie (al igual que sucedió con la LODE, LOGSE, LAU, etc) y lo que
procede, al margen de especulaciones innecesarias, es mejorarla con aportaciones
de todos para que, como su propio nombre indica, se mejore la calidad
educativa.
Pero
además, en el tema de las becas ni siquiera cabe, como en otras medidas concretas,
un debate con posicionamientos enfrentados de carácter pedagógico, según el
valor que se dé para la calidad del proceso educativo a cuestiones como el
esfuerzo, la disciplina, la planificación educativa, la autonomía de los
centros, el currículo escolar, el papel de los padres, la ratio profesor-alumno,
la gestión educativa… y otras tantas por el estilo, que dependen del modelo
educativo que cada cual tenga. Las becas nada tienen que ver con la calidad
educativa, sino con el principio solidario de igualdad de oportunidades en una
sociedad civilizada para que nadie, con la capacidad y la voluntad mínima
exigible, quede excluido de cualquier tipo de enseñanza por razones económicas.
Así se entiende en la mayoría de los países de nuestro entorno que, con
diferentes modelos de gestión y valoración, contemplan las dos variables básicas
para la concesión de becas: el nivel económico y el académico. Es lógico que,
tratándose de enseñanzas no obligatorias ni totalmente gratuitas, se considere
un derroche de dinero público becar a quienes, teniendo recursos suficientes
(aunque no sean ricos) o careciendo de la capacidad o voluntad necesaria, decidan
recibirlas. Cuestión distinta es el límite que cada país pone a cada una de
dichas variables que, si en la económica suele obedecer al nivel de bienestar
global del país, en la académica, aunque no en todos se haga, jamás debiera
rebasar los límites mínimos que se consideran satisfactorios o suficientes para
evaluar el rendimiento como positivo. Por tanto, si en España la calificación
de “suficiente” es numéricamente un 5 en una escala de 10, otorgando así a los
alumnos el reconocimiento académico de un progreso adecuado para la progresión
de sus estudios, es racionalmente
contradictorio y socialmente injusto exigir mayor calificación para ser becado,
lo que supone algo así como reconocer que sí vales para dichos estudios, pero,
que si quieres seguir estudiándolos, debes valer algo más que quienes tengan
dinero para pagarlos.
Dicho lo
anterior, se entendería un debate de fondo sobre la eliminación de dicha
injusticia que, en todo caso, nada tiene que ver con limitar el derecho a la
educación para que sólo estudien los ricos, sino en ponérselo más difícil a los
pobres. Bien lo sabemos quiénes estudiamos con becas concedidas con criterios
mucho más injustos, cuando las becas, muy limitadas, no se garantizaban aunque
tu expediente académico fuese excelente, pues dependía de si en la lista de
solicitantes, ordenada de mayor a menor nota media, figurabas en un número de
orden inferior o igual al del número de becas previstas para la provincia
correspondiente. Pero los tiempos han cambiado y hoy no se entiende un debate
en términos de principios ideológicos sobre ricos y pobres, máxime si el debate
se basa, como es el caso, en discutir sobre qué nivel de injusticia se
considera tolerable (cuánto más has de valer para ser becado, medio punto, uno,
uno y medio…), es decir, si se mantiene el requisito del 5´5 de nota o se eleva
al 6´5. La oferta pública de enseñanzas no obligatorias, tanto en centros como
en plazas, sufragada en un elevado porcentaje con dinero público, desautoriza
un debate en términos tan anacrónicos, pues ni hay tantos ricos, ni tantos
becados, para que dichos centros estén saturados. Es más, en sociedades como la
nuestra, nada impide que los ricos (sean de izquierdas o de derechas) derrochen
sus fortunas privadas en mantener a sus hijos estudiando, aunque no quieran o
no valgan, durante toda su vida. Nada que objetar si lo hacen en centros
totalmente privados y asumen todo el gasto de dichas enseñanzas. Por tanto, si
queremos coherencia en el debate, lo que habría que discutir es el exagerado
nivel de tolerancia con la incompetencia cuando se estudia en centros públicos,
donde el mayor coste de las enseñanzas la pagamos entre todos. Si somos tan
intolerantes con los becados en su rendimiento académico, argumentando que no
se derroche el dinero públicos incluso cuando rebasan el nivel mínimo de
aceptación académica, deberíamos, con mucha más razón, hacer lo propio con el
resto de estudiantes que, ricos o no, ni siquiera alcanzan dicho nivel y
eternizan sus estudios “sine die” a base de suspensos bajo el amparo de que
pueden seguir pagando la mínima parte de su coste que no corre a cargo del
Estado. ¿No supone un derroche mayor? El problema es que plantear el debate en
dichos términos nos llevaría muy lejos y, además, tampoco tendría nada que ver
con el derecho a la educación diferenciado para ricos y pobres.
Curiosamente
se acaba de producir la noticia de que se ha logrado un acuerdo para mantener
el requisito académico del 5´5 para unos supuestos y el 6´5 para otros. Todos
contentos. Acordado el nivel de injusticia tolerable los tintes revolucionarios
precedentes vuelven a su cauce. Por fin la medida ya no busca que sólo estudien
los ricos. ¿Era necesario tanto ruido para tan pocas nueces? ¿Ya no se divide
la sociedad entre perversos y bondadosos? Esa es la cuestión. La revolución
pendiente queda aparcada hasta la siguiente propuesta concreta.
Fdo. Jorge Cremades Sena
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