Es la noticia, sin lugar
a dudas. La canciller alemana, Ángela Merkel, tras dos mandatos (el primero en
coalición con la Unión Social Cristiana de Baviera y con el Partido
Socialdemócrata Alemán, 2005-09; y el segundo con los bávaros de nuevo y con el
Partido Democrático Liberal, 2009-13), arrasa ahora en las elecciones, quedando
al borde de la mayoría absoluta con el 42% de los votos, fagocitando a sus
socios, los liberales, que al obtener un 4´8% quedan fuera del Parlamento (se
requiere un mínimo del 5%) y noqueando a las opciones de izquierdas, pues, al
contrario de las expectativas, los socialdemócratas obtienen sólo el 26% de
votos (frente al 23% de los anteriores comicios); la Izquierda obtiene un 8´6%
(frente al 11´6% anterior); Los Verdes, un 8´4% (frente al 10´7%), que
obviamente seguirán formando parte del Parlamento, pero con menos peso específico.
A destacar también que, junto a los liberales, no estarán los euroescépticos de
Alternativa para Alemania al obtener un 4´7% del voto, aunque para ellos
suponga un triunfo, teniendo en cuenta que es una nueva opción política creada
hace siete meses, y para los europeístas convencidos una cierta preocupación ya
que representan claramente el deseo de muchos alemanes de una eurozona sin
Grecia, Italia, España y Portugal.
Al margen de la euforia o decepción
de unos u otros (los grandes estadistas siempre cuentan con furibundos
seguidores y detractores), lo que menos importa es poner de manifiesto (como
hacen algunos) las escasas dotes proféticas de nuestro anterior Presidente de
Gobierno, Zapatero, cuando la tachó de “fracasada”, o de quienes vaticinan un
fracaso de sus políticas tanto en Europa como en Alemania. Lo cierto es que,
guste o no, su política de férrea austeridad y rigor disciplinario en Europa
para manejar la crisis, liberando a la vez a Alemania de sus perniciosos
efectos económicos y sociales, le han generado gran crédito político entre los
alemanes y un respeto, por no hablar de sometimiento, en el resto de países de
la eurozona, incluida la socialista Francia de Hollande (la cruda realidad se
impone). Por tanto, ahora, bien en coalición con socialdemócratas (sus más
afines ideológicamente), verdes o izquierdistas, bien, gobernando en minoría,
tendrá cuatro años más para dirigir no sólo los destinos de Alemania, sino
también, en buena medida, esta desconcertada y variopinta UE que no sabe bien a
dónde va, pues está claro que, a diferencia de España, en Alemania, como en la
mayoría de los países civilizados, aunque matemáticamente sea posible, no se
suele caer en la tentación de usurpar el derecho de gobernar a quien gana las
elecciones, máxime si el ganador lo hace de forma contundente. En Alemania,
como en el resto de nuestros socios, el primer partido de la oposición (en este
caso el SPD) no suele romper relaciones con el partido que gobierna, ni con el
gobierno, por más discrepancias que pueda haber entre ellos. Menos si se
tratara de resolver graves problemas de Estado o graves crisis económicas, que
trascienden los legítimos intereses partidarios y sus unilaterales recetas. Sólo
aquí suceden semejantes irresponsabilidades flagrantes. Por tanto, ni siquiera
es descartable que, como ya sucediera en 2005, Merkel llegue a un acuerdo con
el SPD, cuyo líder ya fue ministro con ella, bien para gobernar en coalición,
bien para un claro apoyo de gobernabilidad. Los alemanes no entenderían lo
contrario y, relegado del parlamento el partido liberal (acostumbrado a ser
siempre socio del partido ganador para garantizar la gobernabilidad),
responsabilizarían con claridad a quienes no estuvieran a la altura de las
circunstancias. Ángela Merkel, primera gobernante de un país de la eurozona que
sale reforzada desde que empezó la crisis (todos los demás, del signo que sean,
han sido derrotados en las urnas) ha obtenido un éxito rotundo sin precedentes.
Enhorabuena pues.
Y
en este mundo globalizado, donde prácticamente ningún estado podría sobrevivir
por sí solo, donde sólo las sólidas alianzas entre ellos, cediendo los viejos
esquemas de los estados decimonónicos, incluida gran parte de la soberanía, se
da la paradoja de que algunos se empeñan en ir contracorriente. En España, por
supuesto. El gobierno vasco de Urkullu prepara una especie de “curriculum vasco”
para “defender” a los colegios vascos de las reformas que contempla la “ley
Wert”, lo que supone que los niños quedarán obligados a estudiar “la realidad
etnocultural de Euskal Herría”; por su parte, el Ayuntamiento de Barcelona
insta a los profesores a que presenten el año 1714 como “la defensa de las
libertades de un pueblo”, mientras Junqueras, el valedor nacional izquierdista
del nacional derechista Mas (no para garantizar una responsable gobernabilidad,
sino para propiciar una irresponsable ingobernabilidad hacia la independencia),
ya tiene la solución para una Cataluña encajada en la UE y separada de España.
Es bien sencillo, consiste simplemente en que los catalanes obtengan la doble
nacionalidad española y catalana. Es decir, que sigan siendo lo que son,
catalanes y españoles, como ahora. Es evidente que desde la esquizofrenia
política delirante, con un aliñado histórico adecuado de falsedades
manifiestas, es posible bajarse de este mundo globalizado del siglo XXI, no
sólo para retroceder al XX, al XIX o a cualquier otro momento histórico, sino
incluso para regresar a la pureza étnica de las tribus paleolíticas, cuya
pureza racial y cultural comenzó a desmoronarse con las primeras experiencias
neolíticas hace ya miles de años.
Con
estas absurdeces, por no calificarlas de forma más peyorativa (para hablar de
etnocultura, en Europa al menos, basta darse una vuelta por el lugar, ver a sus
gentes o preguntar por los apellidos de la mayoría de ellos para constatar el
mestizaje que, afortunadamente, existe en el mismo), no me extraña que algunos
desde el exterior nos miren como bichos raros. Ya sólo nos falta que, como
sucede en una mezquita de Ceuta, no pase nada (con el riesgo de generalizarse)
mientras se pide a las mujeres que no permitan que los maltratadores sean
castigados. ¿No lo avalan razones étnicas o culturales? Entre unas y otras
razones estamos arreglados. ¿Cuántos atropellos se han cometido, se cometen y
se seguirán cometiendo en su nombre? Baste citar sólo las últimas que, en estos
días, están conmocionando al mundo entero: las masacres con decenas de muertos
y heridos en un centro comercial de Nairobi o la de casi un centenar de cristianos
en una iglesia en Pakistán, a manos, en estos casos, de radicales islamistas.
El fanatismo de algunos por alcanzar paraísos futuros inexistentes, basados en
la recuperación de ancestrales identidades genéticas o culturales
incontaminadas, que se perdieron en el túnel del tiempo y, por tanto, ya no existen,
les conduce a negar la mismísima evolución humana, tanto en su componente
natural como artificial o adquirida. Un despropósito que nos conduce al absurdo,
a la sinrazón y a la violencia.
Jorge Cremades Sena
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