sábado, 29 de enero de 2011

¿ELIMINAR PRIVILEGIOS?, SÍ; PERO SIN DEMAGOGIA


La espontánea fiebre de igualitarismo, que ha infectado a nuestros políticos ante el año y medio electoral que se avecina, requiere que todos los ciudadanos, susceptibles de ser igualados, estemos bien atentos, pues es probable que la pretendida igualdad sólo pretenda que unos sigan siendo, como siempre, más iguales que otros. Es evidente que la privilegiada clase política, necesitada de lavar su deteriorada imagen, pretenda dar un golpe de efecto ante los electores, publicando a los cuatro vientos su decisión de acabar con los privilegios que tienen; pero también es evidente que no van a hacerlo a tenor de las declaraciones hechas por muchos de sus dirigentes. Ya es sintomático que tan popular propuesta se centre, exclusivamente, en el privilegiado sistema de acceso a la máxima pensión de los parlamentarios, dejando para más adelante –o para nunca- el resto de privilegios que tienen mientras están en activo en distintos ámbitos políticos. En todo caso, si esta medida es la única que se va a adoptar al respecto, bienvenida sea, pero conviene conocer el alcance de la misma en comparación con los privilegios que se mantienen. Es la única forma de saber si la proclamación de eliminar los privilegios –en lo que estamos todos de acuerdo- va en serio o es pura demagogia, una cortina de humo para que todo siga igual tras la concesión del chocolate del loro.
            El privilegio que se pretende eliminar no es –como se dice- una pensión parlamentaria, sino un complemento diferencial entre la pensión que cada uno tenga, según lo cotizado, y la pensión máxima, siempre que el trabajador haya sido parlamentario durante once años –es decir, tres legislaturas-, tenga 65 años cumplidos o 60 y cuarenta cotizados en su trabajo. Ello significa que, de entrada, quedan fuera de dicho complemento todos los que hayan sido funcionarios del grupo A (su pensión máxima ya rebasa la máxima autorizada con 33 años cotizados) y todos aquellos que en el sector privado tengan un puesto directivo con alta cotización en el régimen general; asimismo, el complemento se reduce a muy poca cantidad a todos los que hayan sido funcionarios del grupo B o similares en puestos privados del régimen general. Si a ello se añade el requisito de haber sido parlamentario durante tres legislaturas –no son muchos quienes lo consiguen-, no sorprende que tan suculento privilegio sólo lo hayan disfrutado unas decenas de personas desde el inicio de la democracia (es decir en 33 años), con un coste global insignificante, comparado con otros privilegios que se mantienen, a pesar de que en las primeras legislaturas sí había casos (por exilio, cotizaciones mínimas en época franquista, etc) que no tenían derecho a pensión o lo tenían, en todo caso, a pensiones mínimas. ¿Cuántos parlamentarios hay hoy en tan lamentables circunstancias? ¿Cuántos serán elegidos en tres ocasiones?. Hagan el cálculo y sabrán de lo que estamos tratando.
            Sin embargo, los luchadores contra los privilegios, con todo descaro van a mantener privilegios como pensiones vitalicias, es decir, desde que dejan el cargo, a los ex-presidentes de Gobierno (unos 80.000 euros anuales) que pueden compatibilizar con otros sueldos mucho más sustanciosos (léase Endesa o Gas Natural); van a mantener el 80% del sueldo durante dos años a ex-ministros y altos cargos, que pueden compatibilizar con el de otros oficios públicos (senadores, diputados, etc) o privados; van a mantener indemnizaciones a parlamentarios tras su cese a razón de un mes de sueldo por año ejercido hasta un máximo de dos años. Todo ello sin entrar a valorar los que, de parecidas características, van a mantener sus homólogos en los distintos gobiernos autónomos; sin entrar en los privilegios que unos y otros tienen de nombrar a su capricho una caterva de “asesores” con sueldos que ya quisieran médicos, catedráticos o profesionales de alta cualificación en el sector público; sin entrar en la caprichosa autoasignación de sueldos de alcaldes, concejales y diputados provinciales, muy por encima de lo razonable; sin entrar en el control del uso y abuso de coches oficiales, teléfonos móviles, ordenadores, etc. Hagan el cálculo aproximado de los privilegios que van a mantener y comparen con el que pretenden eliminar.
            Si en circunstancias de crisis es razonable que se propongan medidas austeras y se eliminen privilegios, lo mínimo exigible es que se haga con seriedad y no como una campaña propagandista eliminando, de todos ellos, sólo el más discutible que, en todo caso, simplemente afecta a una fórmula de acceso a la pensión máxima –con la concesión de un complemento- a través de una serie de requisitos que muy pocas personas van a poder reunir y que, en definitiva, supone para el erario público un mínimo gasto. Por tanto, abierto el debate, conviene exigir que se eliminen todos los privilegios, pero sin demagogía; sin que, una vez más, pretendan tomarnos el pelo.
                                    Fdo. Jorge Cremades Sena

viernes, 28 de enero de 2011

BASURA Y MÁS BASURA


Basura es sinónimo de “suciedad, inmundicia, impureza, deshonestidad o cosa repugnante y despreciable”. En sentido concreto es el conjunto de nuestros desechos, algo con lo que convivimos, obligados a desalojarlo de nuestros hogares diariamente; son nuestros desperdicios, lo que no nos sirve para nada y nos molesta por el putrefacto olor que desprende si se mantiene en nuestras casas. En sentido abstracto o metafórico es exactamente lo mismo, aunque referido a determinados actos humanos que convierte a quien los practica en una verdadera basura al exhalar un hedor insoportable, en este caso no físico, que repele a nuestras conciencias, especialmente si se trata de personas dedicadas a la gestión pública, a quienes, precisamente, pagamos entre todos para que con la mayor pulcritud velen por nuestros intereses colectivos. Así sucede con la corrupción política, una basura intolerable, cada vez más generalizada, sin que ningún partido político dé el paso definitivo para erradicarla de sus filas de forma tajante.
          Lo más llamativo es que el último caso hecho público, el caso “Brugal”, presunta basura política como otras muchas, hace objeto directo de sus posibles indecencias a la basura en su mas estricto sentido, evidenciando, como nunca, lo rentable que, presuntamente, puede ser para algunos moverse entre la inmundicia. Jamás el concepto de basura fue tan simbiótico en sus dos acepciones; jamás se publicó el inmenso valor que pueden tener nuestros desechos; hasta ahora por lo visto, sólo los expertos en basuras conocían el valor de las mismas. Ahora ya somos muchos más los que lo sabemos. ¡Quién podía imaginar que la basura que apartamos de nosotros, mezclada, presuntamente, con la basura política, es decir, bien reciclada, daría tantos frutos! Ya ven, todo es aprovechable en esta vida, es cuestión de oportunidades.
          Lo lamentable es que, desde que se ha destapado el caso, los responsables de turno, como en  otros muchos casos, pretendan extender cortinas de humo, una vez más, para desviar la atención. Con más de una docena de imputados en esta presunta trama de corrupción -algunos de ellos cargos públicos importantes y otros, imputados en presuntas tramas anteriores- lo que menos importa es si por parte de la policía judicial se pecó de exceso de celo en su forma de investigar, ya que sería lo deseable en todos los casos similares; tampoco es importante si se incurrió en algún defecto procedimental, que, en definitiva, invalidaría la actuación investigadora y, judicialmente hablando, podría beneficiar al imputado; lo que es esencialmente importante es la manifestación categórica y contundente ante la opinión pública por parte de los cargos públicos imputados de que su actuación –tanto oficial como privada, tanto escrita como verbal- en el devenir de los acontecimientos que han desembocado en la supuesta trama investigada ha sido meridianamente impoluta. ¡Quién mejor que ellos mismos pueden desmentirlo a los cuatro vientos si saben que nada se puede actuar contra ellos o sus familiares más directos! ¡Quien mejor que ellos para llevar a los tribunales a quienes les acusan falsamente!
          Lo improcedente, políticamente hablando, es refugiarse en la presunción de inocencia, que, por supuesto, como cualquier otro ciudadano, tienen más que garantizada jurídicamente. Sin embargo, como cargos públicos, no son como cualquier otro ciudadano ya que están en una posición de privilegio al haber depositado en ellos la confianza para la gestión de los bienes públicos, que son de todos, y, bajo ningún concepto, deben usarlos en beneficio propio, de familiares o amigos. Ellos deciden sobre el patrimonio público, que es de todos nosotros, y, obviamente, tienen una información privilegiada y previa que jamás deben usar en beneficio de alguien sino en beneficio de todos. Ya sabemos de sobra que, por casualidad, algunos compran terrenos u otros bienes poco antes de ser recalificados o sobrevalorados, proporcionando grandes fortunas al nuevo propietario en perjuicio del anterior; ya sabemos que, casualmente, se constituyen determinadas empresas, normalmente de servicios, que, casualmente de nuevo, son las depositarias de posteriores adjudicaciones; ya conocemos demasiadas casualidades de este o parecido tenor. Son personas con mucha suerte, ¡qué le vamos a hacer! Algunos hasta son tocados con la vara de la vieja Fortuna a lo largo de casi toda su vida; otros, es curioso, hasta son parientes, compañeros o amigos  de nuestros políticos. Algunas veces se descubre que algo tiene que ver esto con su suerte. Por ello los votantes, los ciudadanos, a veces dudamos de tantas y tantas casualidades por lo que deseamos una inmaculada imagen de nuestros representantes políticos y sus familiares; ya en época del Imperio Romano se exigía que la mujer del César no sólo debía ser honrada sino parecerlo; la cosa, ya ven, viene de muy lejos. Cuando ello no sucede así, políticamente, no cabe la presunción de inocencia, al margen de que se pueda o no demostrar la culpabilidad del imputado. Entretanto sólo cabe su dimisión, en especial con nuestro sistema electoral, partitocrático, que obliga a optar por listas cerradas, impidiendo que los ciudadanos puedan desechar las basuras que perciban en ellas sin renunciar a su opción política. Sería la culminación de que en Democracia el pueblo nunca se equivoca.

                                   Fdo. Jorge Cremades Sena

miércoles, 26 de enero de 2011

EL LABERINTO POLÍTICO ESPAÑOL


Que los españoles somos difíciles de gobernar no es ninguna noticia, ahí está la Historia para ratificarlo. Ya en 1873 el efímero rey Amadeo I de Saboya, importado para sustituir a la Casa de Borbón, calificaba a los españoles de ingobernables al anunciar ante las Cortes su abdicación, dando paso al ensayo de la efímera Primera República como sustituto del fracasado y joven modelo político de la Monarquía Constitucional Española. Atrás quedaba la frustración frente al último rey absoluto, Fernando VII (1808-1833), calificado como El Deseado antes de que aniquilara durante su mandato efectivo (1814-1833) cualquier expectativa constitucional (Constitución de 1812); pero también quedaba el desánimo por la incapacidad política (ahora sin excusas de imposiciones absolutistas) durante los reinados constitucionales de Isabel II (1833-1868) y Amadeo I (1870-1873) con el reiterado fracaso de los excesivos proyectos normativos (Estatuto Real de 1834 y Constituciones de 1837, 1845 y 1869, respectivamente) cuya vigencia quedaba eclipsada por una serie de pronunciamientos, revoluciones y periodos autoritario-dictatoriales al margen de la norma, amén del conflicto armado con los carlistas por sus reivindicaciones de volver al absolutismo monárquico.
          El estrepitoso fracaso de la fugaz Primera República (febrero de 1873 a enero de 1874), con cuatro presidentes en tan corto periodo de tiempo, avalaba la sentencia de ingobernabilidad pronunciada por Amadeo I en su despedida, dibujando un futuro panorama siniestro, que, desgraciadamente, se hace realidad. En efecto, aunque la conocida Restauración de la Monarquía Constitucional borbónica con Alfonso XII (1874-1885), nacida, ¡cómo no!, gracias a un nuevo pronunciamiento militar y encauzada civilmente por la nueva Constitución de 1876, inauguraba por fin una apariencia de gobernabilidad, prolongada con la posterior regencia de Maria Cristina de Habsburgo-Lorena (1885-1902), no es menos cierto que se consigue gracias al denominado turno del Partido Conservador de Cánovas y el Liberal de Sagasta; en definitiva una trampa por la que, amañando las pertinentes elecciones, ambas formaciones políticas se garantizaban el gobierno más o menos alternativamente (Cánovas en seis ocasiones, hasta ser asesinado y Sagasta en ocho), apareciendo así la figura del caciquismo político y por ende la imposición de gobiernos desde arriba y no realmente democráticos. La incapacidad de los españoles para gobernarse desde la libertad, cerraba así el siglo XIX, manteniendo la vigencia constitucional de manera aparente, como preludio sombrío de las aún menores cotas de libertad del recién nacido siglo XX. En efecto, la crisis de los citados partidos liberal y conservador aparece con la desaparición de sus genuinos y manipuladores dirigentes Cánovas y Sagasta, precisamente cuando el adolescente monarca Alfonso XIII, según lo previsto (16 años) accede a la mayoría de edad, en un ambiente de críticas hacia el sistema político vigente de la Constitución en una España mortecina que, tras haber perdido sus últimas colonias (última pesadilla de los viejos sueños imperiales de épocas ya muy pretéritas), ni siquiera había sido capaz de consolidar la integridad de su territorio peninsular.
          La siniestra senda hacia el caos es inevitable y ni siquiera la minoría regeneracionista, que obtiene interesantes logros en el terreno cultural y económico, es capaz de conseguir un cambio de rumbo en el terreno político, desembocando finalmente en un nuevo secuestro de los cauces constitucionales bajo la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930), que descompone definitivamente el sistema de la Restauración y, finalmente, arrastra, por segunda vez al modelo monárquico constitucional español para intentar un nuevo ensayo republicano (1931).
          España, en definitiva, es un laberinto político (ideológico, económico y territorial) donde, entre otros ingredientes, el caciquismo, la corrupción, el revanchismo y la intransigencia abonan un caldo de cultivo favorable al militarismo como elemento garantizador del orden a costa de privar a los españoles de la libre capacidad de gobernarse democráticamente. En el marco de la nueva Constitución (1931), que regula el modelo de la Segunda República (1931-1936), se desatan todos los citados fantasmas y se consolidan otros, que, inexorablemente, abocan a los españoles a una sangrienta y dramática guerra civil (1936-1939), iniciada, una vez más, por un levantamiento militar, que, en esta ocasión, da paso a un larguísimo periodo de dictadura militar (1939-1975), durante el cual el argumento de la fuerza de los vencedores aniquila cualquier otro argumento de las ideas de los vencidos. La manifiesta incapacidad de autogobierno de los españoles favorece así su sometimiento a un pensamiento único, el nacional-catolicismo, en el que no cabe el menor resquicio diferenciador ni en el terreno ideológico-político ni en el administrativo-territorial.
          Entre las causas de los avatares de este turbulento recorrido constitucional español, truncado definitivamente con la dictadura franquista, seguramente tiene gran relevancia que las diversas constituciones han sido elaboradas bajo el prisma ideológico de sus autores (vencedores de algún episodio histórico de fuerza) con grandes dosis de miopía o egoísmo político que prácticamente impedían una alternancia política sustancialmente distinta. En definitiva, se convertían en constituciones de unos españoles contra otros, en las que no hay lugar para albergar las diferentes reivindicaciones (sociales, ideológico-culturales o territoriales) de gran parte de los ciudadanos y canalizarlas en beneficio de todos (menos aún durante los demasiados gobiernos dictatoriales).
          En estas circunstancias, tras la muerte del dictador Franco, los españoles, inmersos en un mar de incertidumbres, fuimos capaces, por primera vez, de ponernos de acuerdo en la elaboración de un nuevo marco jurídico democrático, la Constitución de 1978 (aún vigente), capaz de establecer unas reglas de juego válidas para la inmensa mayoría de los ciudadanos y para todos los territorios que conforman la siempre pretendida y jamás consolidada nación española. Por primera vez los españoles disfrutamos de una constitución para todos (no de vencedores y vencidos, no de unos contra otros) gracias a un amplio consenso nacional español entre, prácticamente, todas las fuerzas políticas (nacionalistas o no, de derechas o izquierdas, según la nomenclatura ideológica al uso), quedando sólo al margen una ínfima minoría extremista e incluso violenta. Gracias a nuestra vigente Constitución, modelo para erradicar los laberintos políticos en otras naciones, los españoles disfrutamos del más largo periodo de libertad y prosperidad de nuestra historia siendo capaces de superar (no sin dificultad) las tentaciones golpistas y de amortiguar los zarpazos terroristas, así como de garantizar la alternancia política sin sobresaltos, en momentos en que las tendencias centrífugas eran proclives para resucitar los fantasmas del pasado. Asimismo hemos sabido conjugar el siempre pretendido nacionalismo español con el nacionalismo de otros territorios integrantes del Estado gracias al consensuado diseño del Estado de las Autonomías, posibilitando un gran marco de autogobierno que ya quisieran incluso muchos estados federales. Es un logro de todos los españoles bajo el liderazgo de dos grandes partidos políticos de ámbito nacionalista español (PSOE y, hoy, PP), que aglutinan a la gran mayoría de españoles, respectivamente de izquierdas y de derechas (cada vez menos diferenciadas sociológica e ideológicamente hablando), y de otros dos partidos de ámbito nacionalista catalán y vasco (CiU y PNV), que aglutinan a la mayoría nacionalista de sus respectivos territorios. Dichos partidos, junto a otros de menor implantación, han respetado las reglas de juego establecidas con moderación, buscando en general el consenso constitucional en los grandes asuntos del Estado, consolidando así el marco jurídico constitucional y, por consiguiente, dejando en franca minoría a otras opciones más extremistas y marginando a las violentas.
          Sin embargo, el único elemento crónico del laberinto político español que ni siquiera con el consenso se ha podido eliminar es la corrupción política que, in crescendo, desanima a muchos ciudadanos y resta credibilidad a los gobernantes de turno quienes, en vez de erradicarla enérgicamente, se dedican a acusarse mutuamente de qué formación política tiene más corruptos en sus filas. A ello hay que añadir que la salida, por fin, del laberinto político en España últimamente se ha visto ensombrecida a causa de la ruptura del tan beneficioso consenso en los grandes temas de Estado, lo que provoca un excesivo protagonismo de los partidos minoritarios que, disconformes con la Constitución, pretenden modificarla, con el concurso de los partidos mayoritarios, por la peligrosa vía del atajo y no por la vía constitucional establecida al efecto en caso de que su modificación fuese necesaria.  La pasada negociación de un proceso de paz con ETA (para otros de rendición) sin un amplio y trasparente consenso y sin que, previamente, se denuncie la violencia y los actos violentos de forma contundente; la pasada reedición del fracasado tripartito en Cataluña, donde componentes del citado gobierno no respetaban y hacían respetar preceptos constitucionales con episodios como las negociaciones de paz sólo para Cataluña, el problema de las banderas o la persecución del castellano; la difícil situación en el País Vasco, recientemente rectificada; la falta de liderazgo en los partidos de ámbito estatal, que provoca grandes discrepancias en sus federaciones territoriales, cada vez más nacionalistas y rebeldes en sus territorios; la progresiva falta de democracia interna en los partidos políticos, cuyas cúpulas designan a dedo a los candidatos… son, entre otras, actitudes peligrosas, más encaminadas a satisfacer los curriculos personales que el interés general, a costa de poner en riesgo la definitiva salida del histórico laberinto político español, haciendo definitivamente buena la ya histórica sentencia de Amadeo I de Saboya el día de su abdicación. El actual marco de crisis económica es el mejor escenario para desmentir a tan ilustre italiano o, desgraciadamente, darle la razón. ¿Estaremos a la altura? Esta es la mayor preocupación.

                                   Fdo. Jorge Cremades Sena

viernes, 21 de enero de 2011

EL PINGANILLO

EL PINGANILLO
            Como otros muchos inventos, que pretenden hacer más cómoda la vida y las relaciones humanas, los intercomunicadores, coloquialmente conocidos como “pinganillos”, tienen como finalidad, entre otros usos, posibilitar -con un sistema de traducción simultánea- el entendimiento inmediato entre personas que hablan diferentes lenguas. Para eso –y no para otra cosa- en cualquier foro internacional se hace necesario usarlos. Todo el mundo, con un mínimo sentido común, entiende que, quienes los utilizan no comprenden la lengua del orador al que están escuchando y que, quienes no los utilizan le entienden perfectamente, bien por compartir lengua natural con él, bien por haberla adquirido mediante el aprendizaje. Pues bien, esta obviedad para cualquier mortal no lo es para nuestros senadores, quienes, elevados a la quintaesencia de lo absurdo, han decidido inundar el Senado de “pinganillos” para poder entenderse entre ellos cuando todo el mundo sabe –menos ellos, por lo visto- que todos, absolutamente todos, comparten una lengua común -no aprendida, sino natural-, el español, aunque algunos de ellos tengan la ventaja añadida de ser bilingües.
            ¿Qué pensaríamos al cruzarnos con una persona sana que lleva un marcapasos? La respuesta es obvia: que está loco o que es un farsante. Salvando las distancias, es lo que se nos viene a la mente si un senador se coloca el pinganillo cuando le están hablando en una de sus lenguas, que entiende perfectamente. Incluso llegaríamos a pensar que se ha vuelto loco de remate –o está representando una magnífica farsa- si al hablarle en español se coloca el pinganillo para oír, por ejemplo, el discurso en catalán y, acto seguido, cuando, por ejemplo, le hablan en gallego se coloca el pinganillo para oír el discurso en español, que no en catalán. Es precisamente lo que hacen nuestros altos representantes, ya que los citados pinganillos sólo tienen traducción del español al resto de lenguas españolas y viceversa, pero no entre éstas. Como es evidente que nuestros senadores no están locos, al menos de momento, sólo cabe pensar que están representando una farsa innecesaria, arropada, eso sí, con absurdos argumentos de política lingüística, que nada tienen que ver con la defensa de las otras lenguas hispanas. Ni siquiera el de que cada cual se exprese en su lengua materna, ya que tan materna de los españoles es el castellano, que todos conocen y utilizan, como el resto de lenguas territoriales que algunos españoles tienen. Menos mal que, al menos de momento, han tenido el acierto –seguramente por razones económicas- de no convertir todo el Senado en el Sancta Santorum de esta Farsa, reservando la representación de la tragicomedia sólo a las mociones, y excluyendo del elenco de actores a los miembros del gobierno.
            En todo caso el asunto de los pinganillos podríamos tomarlo hasta como una chirigota más si el espectáculo nos resultara gratis a los españoles. Pero no es así, cada sesión de pinganillos nos cuesta al parecer unos doce mil euros (el sueldo anual de un mileurista) con lo que, según las sesiones anuales en que se prevé utilizar los pinganillos, el innecesario gasto será de unos 360.000 euros, cantidad que el mismísimo Manuel Chaves, probablemente acostumbrado a cantidades mucho más grandes, califica de “gasto ínfimo”, olvidando que para conseguir ese dinero tienen que trabajar durante un año –si es que encuentran trabajo- nada más y nada menos que trescientas sesenta personas para poder mantener a sus familias. Es la evidencia del irrealismo en que se mueve nuestra clase política y su falta de sensibilidad social.
            Flaco favor le hacen al propio Senado -institución actualmente innecesaria con aspiración de convertirse en cámara territorial- quienes entienden su configuración final como un absurdo foro del desencuentro lingüístico-cultural, iniciando el camino con medidas como las del pinganillo, parcialmente utilizadas ahora para extenderlas después a la totalidad de sus sesiones. ¿Cuánto costaría la broma? Seguramente una cantidad no tan ínfima que, en todo caso, sería inaceptable en una economía en crisis, haciendo el proyecto inviable, especialmente por su innecesariedad, y provocando una progresiva desafección popular hacia la propia institución, tal como viene sucediendo ya con otras instituciones del estado, necesitadas de una urgente renovación para poder hacer viable su propio futuro. Este debiera ser el verdadero papel del Senado como cámara territorial. Un foro de encuentro en el que las diferentes autonomías pusieran el acento en todo lo que les une, para beneficio de todos, y no en lo poco que les separa, para beneficio de nadie. Precisamente entre todo lo que les une está en lugar muy destacado el idioma español, hablado como primera lengua en más de veinte países y, en otros, como segunda o tercera, al extremo de que más de quinientos millones de personas pueden comunicarse entre sí sin necesidad de recurrir al pinganillo. ¡Qué pena que nuestros senadores no quieran hacerlo y nos obliguen a asumir un gasto innecesario por ínfimo que sea!
                                   Fdo. Jorge Cremades Sena

sábado, 15 de enero de 2011

LA CUESTA DE ENERO

LA CUESTA DE ENERO
Ya es tradicional que al finalizar cada año, como es el caso, se generalice la frase “ahora viene la cuesta de enero”. Es la forma popular de manifestar las dificultades económicas que se han de afrontar tras los excesos realizados con motivo de la celebración de las fiestas navideñas y de fin de año. Siendo enero pues un mes difícil, no es menos cierto que también es un mes de esperanza, de nuevos proyectos e ilusiones para realizar en el nuevo año. Psicológicamente, diciembre siempre es pasado, y enero, futuro; atrás queda todo lo malo del año que agoniza y en el horizonte se vislumbra todo lo bueno que se espera del año que comienza. Por ello la “cuesta de enero”, en definitiva, se suele convertir en un trampolín hacia un futuro mejor, en un pequeño bache para saldar los excesos transitorios a los que también tenemos derecho y con propósito de enmienda afrontar un futuro de esperanza. Sin embargo, la cuesta de este enero de 2011, para la inmensa mayoría de los ciudadanos (las minorías acomodadas no entienden de cuestas), se va a convertir en un tremendo terraplén difícil de salvar, después de recorrer todo un año, el 2010, en cuesta permanente de un desnivel cada vez más pronunciado. A casi cinco millones de parados, con escasas perspectivas de encontrar trabajo y agotando el periodo de prestación por desempleo, les quitan hasta la esperanza de prolongar su agonía con la retirada de los subsidios posteriores; a algunos millones más de pensionistas les congelan sus pensiones o no les garantizan su nivel de consumo; a miles de funcionarios les reducen el sueldo; a otros tantos autónomos les cortan las vías de financiación para seguir manteniendo su actividad, corriendo el riesgo de engrosar las filas de los que ya cesaron sin percibir ningún tipo de prestación o subsidio; y, a los millones de trabajadores por cuenta ajena les condenan a trabajar más pero cobrando menos y, encima, dando gracias de que su empresa no cierre o haga un ajuste de plantillas. ¿No conforman entre todos éstos la inmensa mayoría de la población? Además, todo ello, ha de afrontarse en un contexto de subida de impuestos, de encarecimiento de precios, de recortes o eliminación de servicios sociales, de dificultad de las condiciones de jubilación y de suavización de las del despido.
Siendo lo anterior dramático, lo agrava aún más que dichas medidas las tome un gobierno que se dice socialista, generando un plus de desilusión infinita en todos aquellos que, en su día, confiaron en el programa electoral ofertado para conseguir, precisamente, todo lo contrario del resultado obtenido. Un gobierno que, a lo largo de estos años, no ha querido o no ha sabido ver los primeros síntomas de la crisis que se avecinaba y, en consecuencia, no sólo no ha adoptado paulatinamente las medidas necesarias para suavizarla –como han venido haciendo otros gobiernos-, sino que ha preferido prolongar con un discurso fácil –e incluso acrecentarlo- el falso sueño de una realidad idílica que nada tenía que ver con el negro abismo en el que progresivamente muchas gentes iban cayendo. Un gobierno que, finalmente desbordado por la tozuda realidad e impotente para seguir manteniendo su falso discurso, da un giro radical y, de golpe y porrazo, decide transmutar el sueño en una verdadera pesadilla. Ahora resulta que sí hay crisis –negada hasta hace poco-, que los que la anunciaban no son antipatriotas sino realistas, que es muy grave –no sólo una recesión-, que salir de ella será tarde y difícil –cinco años, no el siguiente trimestre-, que la van a pagar los trabajadores –sí a los recortes sociales, no a mantenerlos todos-, y que suben los impuestos y los precios. Un giro global e instantáneo sin asumir la más mínima responsabilidad gubernamental –la responsable es la crisis y los gobiernos anteriores, nunca los de ZP-, ni siquiera la de reconocer sus manifiestos errores en la previsión de los problemas y su tardanza en afrontarlos, yendo a remolque de los acontecimientos y dando bandazos hasta convertir las soluciones en medidas traumáticas.
            Pero, a pesar de todo, lo imperdonable no es lo que el gobierno ha hecho, sino cómo lo ha hecho. No tenía ninguna necesidad, para afrontar la crisis, de matar de repente las ilusiones y esperanzas de tantos millones de ciudadanos; simplemente le hubiera bastado con gobernar día a día con los pies en el suelo, explicando las sucesivas dificultades y tomando las medidas necesarias para ir superándolas. Todos las hubieran entendido, todos las hubieran ido aceptando y la mayoría le seguiría apoyando con más o menos entusiasmo; ahora no se sentirían defraudados y engañados por un gobierno a la deriva en el que ya no confían y al que ya no sienten como suyo. Un gobierno que les ha robado de forma clandestina hasta la tradicional “cuesta de enero” al despojarla de la necesaria dosis de ilusión y esperanza para afrontar las dificultades de los excesos transitorios cometidos, sencillamente porque demasiada gente ni siquiera ha podido permitírselos; su preocupación esencial es cómo conseguir el milagro de llegar a fin de mes en un país que, según el propio gobierno, estaba hace bien poco en las mejores condiciones para superar pronto la crisis ya que había superado a la mismísima Italia y estaba a punto de alcanzar a Francia.

                                   Fdo. Jorge Cremades Sena

LEY ANTITABACO, DEMAGÓGICO CONTRASENTIDO

      Vaya por delante que el tabaco “perjudica gravemente su salud y la de los que están a su alrededor”, lo que hace necesario, como mínimo, proteger a los no fumadores y no someterles a ser “fumadores pasivos”, cuando, obligatoria o voluntariamente, comparten un espacio cerrado con los fumadores. El sentido común nos dice por tanto que hay que legislar para evitar que haya espacios compartidos por ambos grupos –si lo que se pretende es proteger la salud de los no fumadores- o prohibir la venta y consumo del tabaco –si lo que se pretende es proteger la salud de todos-. Ya la ley anterior optó por lo primero y, con más o menos acierto, prohibió fumar en los lugares públicos de obligada asistencia (hospitales, centros educativos, de trabajo, etc) y obligó a los de asistencia voluntaria de más de cien metros cuadrados (restaurantes, bares y demás recintos de ocio) a crear zonas separadas para fumadores y no fumadores, lo que supuso, en este caso, grandes inversiones para adecuar los citados locales. Dicha ley, al aceptar como legal la práctica de fumar, delimitaba con buen criterio dichos espacios y respetaba la lógica libertad individual de fumadores y no fumadores; los primeros no someten a los segundos a respirar el humo de su tabaco (no fumando en los lugares y zonas prohibidas) y éstos mantienen la libertad de asistir y disfrutar de locales de ocio –igual que los fumadores- con la garantía de no tener que compartir un espacio con humo (salvo que voluntariamente así lo quieran). Dicha ley no menoscababa la libertad de nadie, simplemente prohibía fumar en los lugares de obligada convivencia y cuando voluntariamente iba a la zona de no fumadores -prohibición lógica, sensata y comprensible-, dejando a los fumadores espacios correspondientes para hacer uso de una práctica legal sin alterar para nada su vida. No obstante la ley tenía una grave laguna ya que los locales de ocio con superficie reducida, que son la mayoría y especialmente bares, al no poder dividirse, quedaron como zonas habilitadas para fumar, dejando pocos espacios a los no fumadores para disfrutar de ellos sin humo. Precisamente por ello dicha ley no tuvo el resultado esperado, lo que justifica que el gobierno decida hacer una nueva regulación sobre el uso del tabaco, bien con una nueva ley, bien mejorando la anterior. Así, se abre de nuevo la posibilidad de asumir con valentía y trasparencia el reto de proteger a toda la población, haciendo una ley nueva que ilegalice el tabaco y, por lo tanto, prohíba su venta y aísle su consumo al estricto ámbito privado –como se hace con otras drogas-, o también se abre la posibilidad de mantener sólo la protección de los no fumadores, regulando su venta y lugares de consumo.
Pues bien, el gobierno opta de nuevo por proteger sólo a los no fumadores, ya que no ilegaliza el tabaco, pero, en vez de hacer una ley reguladora, hace una ley prohibitiva en la práctica para las personas que legalmente quieren seguir fumando al permitirles hacerlo sólo en el ámbito privado o en plena calle con determinadas restricciones. ¿Acaso no es idéntica en la práctica a la normativa vigente sobre el consumo de otras sustancias prohibidas? Un contrasentido legal que, por un lado es extremadamente restrictivo, y, por otro, habilita miles de puestos nuevos de venta para facilitar su adquisición y, por tanto, su consumo. ¿Por qué no ha ilegalizado el tabaco, prohibiendo su venta, en vez de habilitar miles de lugares más para venderlo y facilitar su consumo, mientras elimina los lugares donde hacerlo? Inexplicable, la única explicación posible es perder la recaudación de los miles de millones que los impuestos del tabaco aportan a las arcas del estado. Esa parece ser la verdadera razón y no la del interés general en pro de la mejora de la salud pública, argumento que esgrime el gobierno demagógicamente para defender su contradictoria ley y, así las cosas, lo más razonable sería dar un paso más y aplicar dicha ley a esas otras sustancias, cuyos consumidores, ahora ilegales, quedan en idénticas condiciones de consumo que los fumadores legales pero sin que el estado se beneficie de ningún tipo recaudatorio.
Para proteger la salud de los no fumadores hubiera bastado con modificar la ley anterior en el sentido de que los locales de pequeña superficie optaran por ser de fumadores o no fumadores, o, simplemente, declarando a todos ellos “de no fumadores” con lo que, al menos, los fumadores podrían hacerlo en los que tienen zona habilitada, como exigía la anterior ley. También es demagógico descartar esto porque obligaría a los trabajadores a inhalar el humo ya que en otros muchos trabajos poco saludables (minería, centrales nucleares, etc), se resuelve con un plus por actividad peligrosa. Cualquier persona, fumador o no fumador –salvo los grupos radicales antitabaco- sabe que se puede proteger a los no fumadores sin eliminar ninguna libertad individual innecesariamente, como es el caso. Así lo hacen muchos países que tienen leyes al respecto y normativas de protección de la salud pública de sus ciudadanos más ambiciosas incluso que las nuestras; pero nosotros, una vez más, nos empeñamos en destacar por ser pionero de lo pintoresco, en definitiva, más papistas que el Papa, y así nos va. Es a lo que ya nos tiene acostumbrados este gobierno en otros muchos casos.
            Para colmo, es curioso que la ley derogada siga siendo válida sólo en cárceles, psiquiátricos y residencias de ancianos. ¿Por qué allí sí se protege a los no fumadores con las zonas habilitadas para fumar? ¿Por qué allí sí se respeta la libertad individual de los fumadores y en los demás lugares de España no? Ya no sólo es inexplicable, sino paranoico. Puede dar lugar a pensar que la población carcelaria, demente y anciana queda fuera de la protección de la salud pública o, viceversa, que es susceptible de mayores cotas de libertad que el resto de los mortales. Según se mire, habrá que valorar muy seriamente los inconvenientes y ventajas que tendremos si nos convertimos en delincuentes o enloquecemos mientras vamos envejeciendo. Ya ven, un ejercicio surrealista.
                                   Fdo. Jorge Cremades Sena