Cada
uno de los estados que conforman la vieja Europa es el resultado de procesos
históricos complejos, traumáticos y conflictivos, pues siempre alteran el
“statu quo” establecido, afectando no sólo a la entidad territorial-gubernamental
de origen, sino también al entorno geopolítico, por lo que, en definitiva, se
convierten en un problema internacional. Quienes venden la idea de que para
independizar un territorio pacíficamente basta conseguir el refrendo
mayoritario de sus habitantes, mienten descaradamente. Máxime si dicho
territorio forma parte de un estado situado en un área geopolítica consolidada
como es Europa –en especial Europa Occidental- cuna de viejas civilizaciones y
pionera del “estado moderno” (s. XV-XVI con monarquías autoritarias) y del
“estado nacional” (s. XVII-XVIII con soberanía nacional), bases sólidas del
actual mapa político europeo –y de otros territorios que conforman la
“civilización occidental”- consolidado tras las turbulencias bélicas del XIX y
XX para finiquitar los últimos vestigios del feudalismo medieval y los intentos
de sustituirlos por regímenes totalitarios. Un largo proceso histórico de cinco
siglos que, especialmente en Europa, ha costado sangre, sudor y lágrimas.
Desde
que con métodos al uso (guerra, alianza matrimonial o herencia) se crean los
primeros “estados modernos” -España es pionera junto a Francia e Inglaterra-,
unificando el territorio del neófito estado para ejercer en él la autoridad
regia frente a la anterior fragmentación territorial feudal, hasta su evolución
a “estados nacionales”, cada uno de ellos y los que surgen posteriormente, van
adquiriendo modelos diferentes por su estructura (centralismo, federalismo,
confederación, autonomismo) y por su integración territorial (nacionalidad, plurinacionalidad),
poniendo de relieve que el territorio no es un elemento indispensable para la nación,
pero sí para el estado que tiene el poder de dictar leyes, hacerlas cumplir y
sancionar a los incumplidores para garantizar y organizar la convivencia de su
población, hoy ciudadanos. Considerar que cada nación (sentimiento de unidad étnica
o cultural entre los que comparten la misma lengua, tradiciones, costumbres,
creencias y valores) tiene el derecho natural de formar un estado es
contradecir la propia Historia y la realidad, pues hay naciones multiétnicas,
con diferentes cultos y creencias, integradas en varios estados y, algunas, sin
territorio propio. Apelar a este supuesto derecho, provocaría una revolución
sin precedentes en el actual mapa político europeo y mundial. Cuestión distinta
es que cada nacionalidad, dentro del estado en que esté integrada, tenga
derecho legítimo a mantener sus peculiares diferencias con el resto de sus
conciudadanos. Así sucede hoy en España.
La integración territorial de España es un
hecho indiscutible, como en el resto de estados europeos, especialmente de
aquellos, como es el caso, que la han consolidado hace siglos y así se les
reconoce en todos los foros internacionales por razones de estabilidad. Incluso
España, a diferencia de otros vecinos, no se ha visto favorecida, sino al
contrario, por ninguna anexión territorial desde su configuración como “estado
moderno” en el s. XVI. Que además el secesionismo se pretenda desde Cataluña
carece incluso de cualquier legitimidad de origen pues dicho territorio ni
siquiera fue incorporado al Estado Español por métodos violentos –tan legítimos
como otros al final del Medievo- sino por la decisión soberana de su propio monarca,
Fernando de Aragón, pactando una alianza matrimonial con la infanta castellana
Isabel e impidiendo mediante la guerra la unión de Castilla y Portugal por
matrimonio de Juana la Beltraneja, sobrina de Isabel y legítima heredera, con
el portugués Alfonso V. Siglos atrás, el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV,
había hecho lo propio con el Reino de Aragón, origen de la Corona Aragonesa.
Cataluña es por lo tanto protagonista voluntaria de la creación del Estado
Español, junto al resto de territorios que lo integran. Buscar similitudes con
Puerto Rico, Kosovo o algún proceso descolonizador para justificar el
independentismo catalán es dar un carpetazo ignominioso a la propia historia de
Cataluña y a la de dichos estados. Hacerlo por impedimentos al desarrollo de su
identidad en el momento de mayor libertad descentralizadora de toda la Historia
de España es situarse en el más cínico irrealismo.
Que
el señor Mas, máximo representante del Estado Español en Cataluña, diga que va
a convocar un referendo soberanista con autorización o no del Gobierno, además
de una flagrante ilegalidad, es un atentado a la democracia y una agresión al
estado de derecho, vigente en toda Europa Occidental, que sólo conduce a la
violencia institucional y a la inestabilidad política, no sólo en España sino
también en Europa. Un peligroso precedente hacia la nada que cualquier otro
estado europeo, incluidos los de más reciente creación, zanjaría de forma
contundente. Sus respectivos gobiernos y partidos de oposición tienen bien
claro los límites permisibles. Los nuestros, ni el actual ni los anteriores,
han aprendido todavía que hay asuntos de estado con los que no se puede jugar.
El precio a pagar es demasiado caro, nada más y nada menos, que la estabilidad
política europea, cuando precisamente, planifica su futuro integrador en un
mundo globalizado con cesiones de soberanía de los estados consolidados y no,
como en otras épocas, creando nuevos estados soberanos.
Fdo.
Jorge Cremades Sena