miércoles, 20 de julio de 2011

DIMISIÓN E INHABILITACIÓN

            ¿Dónde están los límites para que la ciudadanía tenga que soportar ser gobernada por personajes bajo sospecha? En nuestro país, por lo visto, ni siquiera está claro que estén en el Código Penal, salvo que una determinada sentencia -tras un largo y complejo proceso judicial- les condene taxativamente a la inhabilitación. Teniendo en cuenta que el verbo dimitir no suele ser conjugado en primera persona por nuestros gobernantes -aunque sí en segunda y tercera para que dimitan los contrarios-, no es extraño que los políticos sean uno de los principales problemas de nuestra sociedad, cuando debieran ser la posible solución de los demás problemas que la sociedad padece. Para ello les pagamos y ponemos a su disposición la administración de los recursos públicos conseguidos con el esfuerzo y el trabajo de todos. Por ello mientras ejercen sus respectivos cargos dejan de ser ciudadanos normales al ser investidos de una especial autoridad que implica, junto a una serie de privilegios, un plus de eficacia y responsabilidad frente al resto de los mortales. Sin embargo, una endémica ceguera, instalada en los diferentes partidos políticos y, por ende, en las instituciones que controlan, impide clarificar esta cuestión, única forma de estirpar el cáncer social de la corrupción política, que socaba gravemente los propios cimientos de nuestro sistema democrático. ¿Es tan difícil legislar al respecto con extrema claridad? No debiera serlo si se tienen muy claras las cualidades que han de adornar a las personas que deciden libremente ejercer el noble oficio de la política, entre las que ha de ocupar un lugar privilegiado la honestidad, que lleva implícita la coherencia y la sinceridad. Es decir, la verdad. Por ello en cualquier país civilizado, cuando un gobernante miente, dimite inmediatamente o es cesado de su cargo. ¿Sucede lo mismo en el nuestro? Obviamente, no. Por tanto es urgente establecer una legislación que clarifique específicamente los límites que nuestros políticos jamás deben rebasar si quieren seguir ejerciendo como tales, al margen del veredicto final que, ya como personas normales, finiquite el proceso judicial en el que estén inmersos.
            El procesamiento de Camps es el último y más elocuente ejemplo de una praxis perversa por la que, los políticos que están inmersos en un proceso judicial –es decir, bajo sospecha-, amparándose en la presunción de inocencia –como cualquier ciudadano normal, que no son-, mantienen sus cargos durante las diferentes fases del mismo, sin tener en cuenta que, como gobernantes, se les exige un plus de honestidad por el que debieran dimitir en el momento en que se les imputa la comisión de un delito, lo que supone que hay claros indicios de haberlo cometido o participado en él. A la vista está que esta forma de proceder es aquí una excepción ya que ni siquiera lo hacen cuando son procesados, como es el caso. Es más, incluso están dispuestos a permanecer en el cargo aunque la sentencia sea condenatoria, si no contempla la inhabilitación. Un despropósito que se resolvería legislando en el sentido de que, ante la imputación de un delito o, al menos ante el procesamiento, la dimisión se produjera “ipso facto”.
            Pero, siendo muy grave lo anterior, es aún peor lo que esta praxis perversa lleva implícito. Al actuar el imputado como un ciudadano normal, utiliza la mentira -al igual que suele hacer el común de los mortales- como estrategia de defensa para intentar eludir su responsabilidad, olvidando ese plus de honestidad que le es exigible como gobernante, lo que de inmediato le inhabilita para seguir ejerciendo no sólo el cargo que ocupa sino cualquier otro cargo político. Un despropósito que se resolvería legislando en el sentido de, ante una mentira manifiesta, inhabilitación “ipso facto”. Todos los indicios apuntan a que esta es la situación de Camps, quien, si por los hechos por los que se le procesa ya debiera haber dimitido como Presidente de la Generalitat, ahora ya no sería suficiente y debiera ser inhabilitado para cualquier otro cargo público.
            Es obvio que, si pretendemos un regeneracionismo político, hemos de exigir una legislación contundente que impida el libre albedrío de cada gobernante a la hora de valorar su propia honestidad y someter a la ciudadanía, a la que representa, a tener que soportarla. ¿Por qué no se legisla al respecto? Por lo visto, a ningún partido le interesa. Prefieren, en cada caso, activar el ventilador de la basura para minimizar la suya propia, mientras la ciudadanía mayoritariamente quiere barrerla allá donde esté. Estamos cada vez más hartos del “y tú más”, aunque algunos se empeñen en defender lo indefendible en los medios de comunicación. Por eso no vale sacar ahora en las tertulias ni el Faisan, ni la hípica de Bono, ni las mentiras de Barreda sobre las facturas sin pagar. . . ni tantos y tantos asuntos indecentes que hemos de soportar diariamente. De momento Camps debe dimitir y ser inhabilitado; los demás, en la medida que les toque, debieran hacer lo propio. Algunos así lo manifestamos siempre con absoluta imparcialidad, aunque nos sea imposible escribir un artículo en cada caso. Son tantos, que no daríamos abasto ni habría espacio suficiente en los periódicos para publicarlos.
                                    Fdo. Jorge Cremades Sena 

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