¿Se
imaginan casi diecinueve Españas juntas con toda su población muerta de hambre?
Pues no se lo imaginen, es real. Unos 870 millones de personas, según la FAO,
pasan hambre en el mundo; de ellos, unos 16 millones en países desarrollados. O
dicho de otra forma, de cada 100 personas que habitan el planeta Tierra, casi
13 de ellos pasan hambre y, por tanto, carecen del elemento básico, junto al
agua, imprescindible para seguir viviendo. Muchos de ellos sufren esta tragedia
de forma tan extrema que, tras una existencia de desnutrición, miseria y
enfermedad, apenas pueden llegar a la edad adulta. Son datos escalofriantes que
debieran zarandear permanentemente las conciencias de quienes estamos en la
otra orilla, la del bienestar, luchando por una vida digna, la nuestra, como si
fuera posible la dignidad negándosela a los demás, al extremo de no
reconocerles cualquier derecho que los dignifique, incluido el elemental
derecho natural de alimentarse. Con una mínima aproximación al problema
concluiríamos que hay escasez de alimentos y, por tanto, se trata de una
cuestión de supervivencia que, inevitablemente, condena al hambre a esa parte
de la población mundial. Sin embargo, la propia FAO, manifiesta que anualmente
se tiran a la basura 1.300 millones de toneladas de alimentos, tanto en zonas
desarrolladas (95-115 kilos por habitante y año en Europa y EEUU) como
subdesarrolladas (6 kilos, en el S y SO de Asia o en África Subsahariana),
evidenciando que el problema no está en la escasez de alimentos a nivel mundial
sino en la mala gestión de los mismos. Este inhumano desperdicio alimentario,
que condena a tanta gente a morirse de hambre, obedece a múltiples causas, que
van desde las limitaciones técnicas que tienen los productores en países
subdesarrollados -que afectan al sistema de recolección, almacenamiento,
refrigeración, conservación y distribución de alimentos- hasta los viciosos
comportamientos de los consumidores en los países industrializados, pasando por
los intereses económicos y especulativos de intermediarios y productores. El
hambre en el mundo no es pues la consecuencia de una maldición divina, sino el
resultado trágico del egoísta proceder del ser humano.
El
filósofo inglés Thomas Hobbes, partiendo del concepto que Plauto tenía del
hombre cuando desconoce a sus congéneres, popularizó la famosa frase “Homo
homini lupus” (El hombre es un lobo para el hombre) considerando el egoísmo
como un elemento básico del comportamiento humano, al extremo de que concibe la
convivencia gracias al intento de la sociedad por corregirlo, justificando así
la existencia de un estado controlador con poder absoluto. Posteriormente, Rousseau,
en las antípodas de Hobbes, mantuvo que “el hombre es bueno e inocente por
naturaleza, lo que le corrompe es la sociedad” pues, según él, el “buen
salvaje” vivía feliz hasta que apareció el egoísmo y el ansia de riqueza, es
decir, la propiedad y con ella la sociedad y la injusticia. Juzguen ustedes
mismos estas disquisiciones filosóficas que, en el fondo, coinciden en lo
referente al egoísmo de la condición humana al margen del sistema de
convivencia que desarrollen en cada momento y lugar los distintos grupos. La
realidad es que desde la revolución neolítica (única sustancial al convertir al
hombre en productor y, por tanto, en generador de excedentes y riqueza) los
diversos grupos humanos han centrado sus esfuerzos en incrementar la producción
para apropiarse de ella sin límites y no para redistribuirla y cubrir las
necesidades de todos, generando una lucha externa entre las distintas
comunidades y otra interna en cada una de ellas. Por ello, desde entonces, al
margen de los distintos sistemas político-organizativos que se han dado a lo
largo de la Historia, el hambre y la saciedad son las dos caras de la misma
moneda en la vida del hombre.
Que
en pleno siglo XXI, con la economía globalizada y una alta tecnología que,
aplicada al transporte y a los sectores productivos, hace el planeta tan
pequeño, carece de justificación que se tire a la basura alimentos suficientes
para erradicar el hambre, lo que pone en entredicho, una vez más, no sólo la
supuesta bondad del hombre sino además su racionalidad. Sólo así se puede
explicar que, para no saturar el mercado y mantener precios rentables, se
destruyan toneladas de productos alimentarios antes de ponerlos en el mercado;
que, por normativas de calidad alimentaria, se tire a la basura toneladas de
alimentos caducados en vez de distribuirlos gratis días antes de su fecha de
caducidad; que se gaste todas las energías y recursos en la producción de
alimentos, para tirarlos, y no en conseguir un mejor aprovechamiento,
distribución y consumo de los mismos. Que en plena crisis económica en España,
por ejemplo, se amontonen en los cubos de basura de los restaurantes más de
63.000 toneladas de comida al año (unos 2´5 kilos diarios cada uno de ellos)
para que los clientes habituales enfermen de colesterol mientras miles de
españoles padecen hambre extrema es simplemente intolerable.
¿No
sería más racional y mejor poner coto a este derroche nacional y universal? ¿No
sería incluso más barato? Seguramente el problema de hacer las cosas bien es
que nos impediría hacer campañas de ayuda alimentaria de vez en cuando para
evitar el exterminio por inanición de tantos millones de personas y, en ese
caso, ¿cómo nos demostramos a nosotros mismos todas las cualidades bondadosas
que, supuestamente, adornan la condición humana?
Fdo. Jorge Cremades Sena
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