jueves, 21 de febrero de 2013

AUTODETERMINACIÓN Y LEGALIDAD


                        La frivolidad con la que algunos definen el derecho de autodeterminación o libre determinación como el “sancta sanctorum” de la democracia exige situarlo en sus justos términos para evitar, precisamente, que se convierta en un peligroso virus antidemocrático. No en vano ha sido reivindicado no sólo por el liberalismo, el nacionalismo o la socialdemocracia, sino también por el marxismo-leninismo o el nazismo, doctrinas totalitarias, que nada tienen que ver con las actuales democracias representativas. Como concepto político, que no filosófico, consiste en el derecho de un pueblo a decidir sus propias formas de gobierno, a perseguir su desarrollo económico, social y cultural, y a estructurarse libremente, sin injerencias externas y conforme al principio de igualdad. Su origen se remonta a hitos históricos que alumbraron la Edad Contemporánea -Declaración de Independencia de EEUU, Revolución Francesa y Guerra de Independencia Hispanoamericana-, se consolida a lo largo del XIX en paralelo a la idea de “nación” y se generaliza en el XX gracias al proceso de descolonización, generando un amplio debate en la comunidad internacional hasta nuestros días, justo para evitar las sangrientas consecuencias derivadas de su abuso e indefinición legal. Si la Sociedad de Naciones -la primera liga de naciones, creada tras la Primera Guerra Mundial-, aun reconociendo su importancia, no concedió carta de naturaleza a la autodeterminación, como regla positiva en el Derecho Internacional, la ONU –creada tras la Segunda Guerra Mundial- sí reconoce el principio de “libre determinación de los pueblos” junto al de “igualdad de derechos” como base del nuevo orden internacional. Y es justo este reconocimiento lo que justifica y exige su desarrollo posterior a través de varias resoluciones, para que la autodeterminación se ejerza en el marco de una legalidad internacional, que, en el fondo, sólo pretende poner en valor y en equilibrio la diversidad de intereses en juego con el objetivo de garantizar la paz y la estabilidad. Con todos los fracasos, todas las carencias y, ¡por qué no!, todas las hipocresías, la ONU, aún siendo manifiestamente mejorable, es la mayor organización internacional, englobando 193 estados, prácticamente todos los países soberanos reconocidos.
            En un contexto histórico en que la mayoría de los pueblos del mundo estaban sometidos al colonialismo, la autodeterminación cobra una dimensión espectacular en lo que se ha denominado su “vertiente externa” que, relacionada con la soberanía, prohíbe el colonialismo y, en general, la explotación extranjera, otorgando a los pueblos en tales circunstancias el derecho a decidir la formación de un Estado independiente, la libre asociación, la integración en un Estado ya existente o cualquier otro estatuto que libremente decida su población. Esta vertiente tiene su origen en la independencia de EEUU e Hispanoamérica y culmina con el exitoso proceso descolonizador del último tercio del siglo XX. Pero, no agotado el problema con la independencia de las colonias, para otros supuestos reivindicativos distintos, se contempla la “vertiente interna” de la autodeterminación, con raíces en la Revolución Francesa y la consiguiente supresión del Absolutismo, consistente en el derecho de los pueblos a decidir su organización política y perseguir su desarrollo cultural, social y económico, es decir, a preservar su identidad y participar en la dirección de los asuntos públicos a todos los niveles. En definitiva, a vivir en democracia, con gobiernos que representen al conjunto de la población, sin discriminación por motivos de raza, religión u otra circunstancia. La contemplación de ambas vertientes, la externa y la interna, es imprescindible para que, en cada supuesto, el derecho de autodeterminación no se convierta en agente atomizador y generador de conflictos entre los estados constituidos en el planeta, que en su mayoría, más del 90%, son plurinacionales sociológicamente, pues sus poblaciones tienen o proceden de diversas culturas o pueblos, incluidos los surgidos tras la independencia colonial.
            Por ello la ONU, los acuerdos internacionales y el sentido común, para evitar que la autodeterminación se convierta en un problema en vez de una solución, ha ido perfilando su reconocimiento como derecho si se dan determinadas circunstancias, concretando qué pueblos son titulares del mismo y en qué supuestos. Está en juego la paz, la libertad y la estabilidad internacional, pues, al fin y al cabo, se trata de preservar los derechos ciudadanos –de todos los ciudadanos-, individuales o colectivos, en beneficio de una convivencia internacional estable y pacífica. No en vano, el concepto de “pueblo”, como sujeto del derecho de autodeterminación en su doble vertiente, es problemático y tiene varios significados, prevaleciendo en la cultura occidental, el de “conjunto de habitantes de un estado” (pueblo español, alemán, francés, etc) sin menoscabo, al menos en su vertiente interna, del de “grupo diferenciado dentro de un estado” (pueblo catalán, bávaro, bretón, etc), que nada tiene que ver con los “pueblos colonizados” o los sujetos a “dominación extranjera” –inexistentes prácticamente en Europa-, cuyo derecho de autodeterminación está más que justificado y, por ello, reconocido por la comunidad internacional, incluidas ambas vertientes.
            Sin embargo, el reconocimiento internacional del derecho de autodeterminación para los pueblos considerados como “grupo diferenciado dentro de un estado” y, por tanto, formando parte de los considerados “conjunto de habitantes de un estado” necesariamente pasa por tener muy en cuenta el derecho constitucional del estado en  cuestión, su integridad territorial y su soberanía, consecuencia del proceso histórico del pueblo o pueblos que lo han constituido. En tales circunstancias, si la vertiente interna del derecho de autodeterminación está asegurada por las garantías democráticas –esta es la clave-, no cabe justificación internacional para validar la vertiente externa, es decir, la soberanía, salvo que así esté definido constitucionalmente en el estado del que forma parte o, en caso contrario, así lo decida el pueblo soberano, en este caso el “conjunto de habitantes” del estado en cuestión y no unilateralmente el “grupo diferenciado” que forma parte de él. Menos aún si dicho estado está más que consolidado y reconocido por la comunidad internacional, con una vigencia histórica –consecuencia del esfuerzo común de todos los pueblos que lo integran- de varios siglos, incluso antes del momento en que el derecho de autodeterminación apareciese como concepto político. Si además de todo lo anterior, el “grupo diferenciado” jamás se configuró como estado propio, jamás fue sometido por el resto de la población o por una potencia extranjera que lo oprime y, simplemente, siempre ha sufrido y disfrutado los mismos avatares históricos que el resto de pueblos o “grupos diferenciados” que conforman y comparten el estado al que pertenecen, en vez de derecho de autodeterminación, estamos hablando de otra cosa. Una agresión antidemocrática en toda regla y un desafío a la comunidad internacional que no podría reconocer la viabilidad del supuesto derecho de autodeterminación, pues, al no ajustarse a la legalidad, atropellaría derechos consolidados del estado amputado y abriría el camino a un proceso atomizador que haría peligrar la paz y la estabilidad mundial, poniendo patas arriba el actual mapa-mundi político. Poner bajo sospecha la soberanía –libremente decidida- y la integridad territorial –históricamente consolidada- de un estado es lo más parecido a colocar la paz y la estabilidad mundial bajo un polvorín a punto de estallar.
                                   Fdo. Jorge Cremades Sena

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