domingo, 15 de julio de 2012

GAMBERRADAS Y DELITOS


            Un turista muerto y un camionero herido de consideración cuando circulaban en sus respectivos vehículos. Ante la cantidad de accidentes de circulación que se dan en nuestras carreteras, tales sucesos ni se considerarían como noticia extraordinaria, pues, lamentablemente, nos hemos acostumbrado a ellos al aparecer en los medios de comunicación casi a diario. Sin embargo, en esta ocasión, no se trata de un accidente más, ni de la enésima colisión provocada por la imprudencia de uno de los conductores, ni de otro fatal y casuístico encuentro de dos vehículos en alguno de los puntos negros que todavía existen en nuestras carreteras. Es más, ni siquiera se trata de un accidente de circulación en que el turista y el camionero hayan estado implicados, sino de dos hechos lamentables, acaecidos en días distintos, cuyas consecuencias podrían haber sido mucho peores. Ambos provocados por la irracional forma de diversión de sendos grupos de adolescentes que, a falta de algo mejor que hacer, deciden pasar el tiempo tirando piedras a los vehículos que pasan por las autovías desde un paso elevado. Conductas de menores que, desgraciadamente, ni son aisladas ni puntuales, aunque, afortunadamente, no siempre desencadenen tan trágico desenlace. Para algunos, simples gamberradas de jóvenes; en realidad, faltas graves o delitos de los que alguien debe hacerse responsable y pagar por ello. Pero, si otras conductas delictivas más graves –asesinatos, violaciones-, protagonizadas por menores, han activado todas las alarmas sociales, dejando un sabor amargo en la sociedad por las sombras de impunidad que muchos entienden que la Ley del Menor concede a sus autores, poco se puede esperar de éstas y otras parecidas achacables a la imprudencia y no a la intencionalidad de delinquir.
            Ni es la primera vez, ni, lamentablemente, será la última, que escribo sobre la violencia protagonizada por menores. Mi contacto con ellos por razones profesionales me permite afirmar que, ante la comisión de la mayoría de los actos monstruosos que algunos protagonizan, hay una serie de precedentes violentos cotidianos que, desgraciadamente, nuestra legislación olvida, convirtiendo la Ley del Menor en un lamentable ejercicio de hipocresía social. Nada que objetar a su finalidad de regular la responsabilidad penal de los menores como sujetos susceptibles de una especial protección por razones de edad. Pero todas las objeciones a la carencia de medidas preventivas para evitar que los menores se conviertan en delincuentes habituales y, considerándose impunes, sigan progresando en su escalada delictiva a sabiendas de que, si llega el caso, su responsabilidad penal queda atenuada de forma tan considerable. Si ni la familia, ni la escuela, ni el entorno ha sido capaz de hacer entender a demasiados adolescentes que, entre otras conductas similares, apedrear a los coches puede acarrear consecuencias tan graves es obvio que la sociedad está fracasando estrepitosamente y por tanto es la responsable directa de semejantes fechorías. Y también su víctima.
            Si somos incapaces de entender que, salvo excepciones que confirman la regla, las conductas delictivas de los adolescentes están precedidas de una niñez permisiva y descontrolada, difícilmente resolveremos la preocupante violencia juvenil que genera tanta alarma social. Lamentablemente así es. Muchos niños, sin que nadie lo remedie, se desarrollan en un ambiente permisivo, sin ningún referente de autoridad y respeto, haciendo lo que les viene en gana. Pronto perciben que ni sus padres, ni sus maestros, ni cualquier otra autoridad tienen herramientas suficientes para reconducir su forma errada de proceder. Son intocables frente a quienes tienen su tutela y la responsabilidad de educarlos, quienes, desarmados e impotentes, prefieren sufrir el maltrato progresivo por parte de ellos ante el temor de que cualquier medida correctora les sitúe en el lado de los maltratadores. “¿Qué puedo hacer con mi hijo?” es la pregunta recurrente. La respuesta más apropiada, “nada, hágale entender que tiene que comportarse mejor”. Cualquier castigo o medida represiva es susceptible de considerarse como maltrato físico o sicológico. La consecuencia inmediata es el incremento de un maltrato en el ámbito familiar de los hijos hacia sus padres. El niño toma las riendas de su propio destino, amparado en una libertad que a su edad no le corresponde. Es lo políticamente correcto.  Pero además, es paradójico que, junto a este hipócrita proteccionismo frente a padres que quieren educar a sus hijos, se abandone y desproteja a otros muchos niños que padecen un absoluto abandono por parte de sus progenitores a quienes no se exige que cumplan su responsabilidad de educarlos. En tan desesperanzador contexto sólo cabe esperar que los menores rebasen socialmente los límites de lo razonablemente soportable y conviertan sus gamberradas en indiscutibles delitos. Entonces sí funciona la última trinchera de la hipocresía con la aplicación de la vulgarmente conocida Ley del Menor, que debiera llamarse Ley de protección de menores delincuentes. Proteger a los menores es otra cosa bien distinta. 
                                    Fdo. Jorge Cremades Sena

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Deja tu comentario, gracias