jueves, 28 de junio de 2012

MI ÚLTIMO CURSO ESCOLAR


            Como todos los años por estas fechas asistimos a la finalización de un nuevo curso escolar, pero éste tiene para mí un significado especial, es mi último curso escolar. El tiempo va pasando y, casi sin darme cuenta, me llega la hora de la jubilación. Con casi cuarenta años de servicios, aunque algunos de ellos excedente para dedicarlos a la política, estoy satisfecho de haber dedicado mi vida profesional a dos de las tareas más apasionantes por su incidencia en el futuro de nuestra sociedad que, obviamente, ha cambiado mucho. Pero también estoy frustrado por la progresiva devaluación social que maestros y políticos han sufrido progresivamente. Es obvio que algo hemos hecho mal y lo seguimos haciendo, pues estamos a la cola en resultados escolares y los políticos están cada vez más desprestigiados según todas las encuestas. Desde mi experiencia personal en ambos terrenos he manifestado públicamente mi opinión al respecto en varias decenas de artículos, colgados en mi blog o publicados en algunos medios, que, escritos ante algún hecho puntual destacable, en definitiva, no eran la excepción, sino la evidencia de lo que cotidianamente sucede. Bien lo sabemos quienes trabajamos en esto. Está claro que las dos tareas que han ocupado gran parte de mi vida son manifiestamente mejorables y asumo la parte alícuota que me corresponda.
            Como todos los años, tras las evaluaciones finales de curso, hemos constatado el alto índice de fracaso escolar, que intentamos amortiguar siendo benevolentes con aquellos alumnos que, sin conseguir los objetivos mínimos, al menos han mostrado cierto interés y están cerca de lograrlos. Hemos identificado las causas crónicas del fracaso (absentismo, desmotivación, desarraigo familiar, ausencia de medidas disciplinarias…), mayoritariamente inimputables al trabajo en el centro educativo, para comprobar su identidad con las de cursos precedentes. Como todos los años, aunque en éste yo quede liberado para siempre, mis compañeros intentarán preparar el nuevo curso con sus mejores intenciones, apostando por nuevos agrupamientos, nuevas medidas de atención educativa y de acción tutorial, nueva distribución de aulas, nuevos materiales y técnicas educativas… y otros tantos asuntos que, como siempre, tendrán una incidencia mínima en el resultado del siguiente curso, generando una nueva frustración, pues, siendo importantes dichas medidas, lo que falla es el propio sistema educativo, teóricamente aceptable pero prácticamente inviable, al menos, en su tramo obligatorio, especialmente en la secundaria. Si el Estado es incapaz de garantizar la asistencia regular a clase de los alumnos, el alto índice de absentismo así lo demuestra, hablar de obligatoriedad del sistema es una broma de mal gusto. Si es incapaz de garantizar la implicación de las familias, responsables directas de la educación de sus hijos ¿qué sucede con aquellas que no quieren o no pueden hacerlo? Absolutamente nada. Tienen su puesto escolar reservado para no ocuparlo o hacerlo cuando y como les venga en gana, generando una distorsión en el proceso educativo que conduce a la mediocridad inevitablemente.
            En este caótico laberinto de derechos teóricos sin recíprocas obligaciones los centros educativos se convierten en guarderías de niños y adolescentes, vigilados por profesores que, despojados de autoridad para imponer medidas disciplinarias, a duras penas mantienen las mínimas pautas de convivencia que le permitan desarrollar su verdadero trabajo educativo con aquellos alumnos, cada vez menos, que, en ambiente tan hostil, se esfuerzan para educarse. Raras avis que no merecen que los recursos, siempre escasos, se destinen mayoritariamente a quienes entorpecen su trabajo de aprendizaje condenándoles a un fracaso sistemático. Lo lógico sería hacer todo lo contrario. El Estado debe garantizar el derecho a la educación de todos, para que nadie quede excluido por razones socioeconómicas, habilitando los recursos necesarios. Pero, si además pretende convertirlo en una obligación universal, debe incluir medidas eficaces para imponérselo a quienes no quieran ejercer tal derecho o pasen de él. Es hipócrita obligar a que todos los menores se matriculen y concluir que con dicho trámite ya se están educando, convirtiendo la obligatoriedad en una pantomima, pues, en la práctica, una vez matriculados, el Estado carece de instrumentos para obligar a los padres a una implicación permanente en la educación de sus hijos. Los centros quedan como compartimentos estancos que reproducen la realidad social, cuando debieran ser correctores de las conductas perniciosas que se dan en ella con el objetivo de mejorarla en el futuro. Quienes tenemos la experiencia docente de sólo tiza y pizarra con las aulas a reventar de alumnos, cuando la educación ni siquiera era obligatoria pero sí un valor en alza, sabemos que sin esfuerzo, ni disciplina, ni autoridad, es imposible obtener resultados globales satisfactorios, pues, lamentablemente, no todos somos buenos y benéficos. Despojados los docentes de medios para imponer dichos valores, no se les exige un trabajo, sino un milagro. Es en lo que estamos. Bueno, yo, ya no, pero como si lo estuviera. Aunque sea imposible, vale la pena intentarlo.
                            Fdo. Jorge Cremades Sena 

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